El costo de la libertad

Arnoldo Márquez

En la ciudad de México, donde las calles nunca duermen, despertar a las 5 de la madrugada, con el peso del mundo en los hombros, para llevar a mi pequeño Iván al sexto año de primaria, mantener la casa impecable, la comida lista, la ropa planchada del día siguiente era un desafío titánico. Más cuando las vecinas, con sus lenguas ponzoñosas y miradas acechaban mis pasos, pues mi sustento dependía de un oficio crudo y estigmatizado. Le hablo de la prostitución.

Me llamo Rosa Guadalupe Andrade, pero en la penumbra del bar “El Ancla” soy Roxxana. Hace dos años, servía copas tras la barra, una mesera más en un mar de luces tenues y promesas rotas. Luego, la necesidad me empujó a ser dama de compañía.

Me embaracé de Rodrigo Montalvo, mi amor y refugio. Planeábamos cruzar la frontera, construir un futuro. Pero no volvió. La frontera se lo tragó en un cruce maldito dejándome sola con su hijo en el vientre y un vacío en el alma.

Tomás Sepúlveda, dueño del bar, olió mi desesperación como un lobo. “No te preocupes”, dijo, escondiendo los colmillos. Pagó hospital, medicamentos, el nacimiento. Pero no fue caridad. En el caos del parto, con el dolor desgarrándome, me puso una hoja en blanco. “Firma”. Y firmé. Sin saberlo le vendí mi alma al diablo.

Ahora, cada noche “El Ancla” es un recordatorio de esa deuda. Los clientes, con sus manos pesadas y sus risas vacías, me desgastan. Pero por Iván, sigo.

Esa mañana, mientras lo peinaba antes de la escuela, sus ojos brillaron:

–Mamá ¿puedo ser doctor?, preguntó. Mi pecho se apretó.

–Lo serás mi pequeño. Lo juro.

Pero en mi mente, la voz de Tomás retumbaba: “Rosa un cliente más y la deuda queda saldada”.

Las vecinas no ayudaban. Doña Carmen, con su rosario y su veneno, murmura que soy “mala madre”. Ayer la vi hablando con Iván ofreciéndole dulces y un lugar en su grupo de iglesia “para salvarlo”. La enfrenté temblando de rabia.

–No toque a mi hijo. Usted no sabe lo que es luchar con el corazón.

Se fue, pero sus palabras se clavaron como cuchillos.

En “El Ancla” las cosas empeoraban. Anoche, un cliente borracho me acorraló. “Eres mía”, gruñó. Lo empujé y el caos estalló. Tomás me arrastró a su oficina y con mirada fría me advirtió:

–Rosa no me desafíes. Sabes lo que firmaste.

Algo en mí se rompió. No era solo él. Era todo. En mi cabeza surgió una chispa: “No más”.

Lupe, mi compañera en el bar, me vio después. “Guarda dinero”, susurró.

–“Yo salí una vez. No es fácil, pero posible.

Sus palabras encendieron algo. Por Iván, por mí, encontraré una salida. Aunque tenga que quemar “El Ancla”.

Eran las tres de la madrugada de un martes helado cuando “El Ancla” yacía en un silencio sepulcral. Nadie vigilaba sus puertas. Nadie trabajaba bajo sus luces muertas. El bar, esa prisión de promesas rotas, estaba a mi merced.

Me enfundé guantes que temblaban con mi pulso y un pasamontañas que apestaba a miedo. La oscuridad me arropó. Lupe, con ojos que guardaban mil secretos, me dio las llaves del portón.

El metal chirrió al abrir la bodega, donde las cajas de licor, testigos de mi humillación, esperaban en filas.

Destapé los bidones de gasolina y su olor punzante arañó mi garganta. Derramé el líquido con furia empapando botellas, paredes y recuerdos. Un río de venganza fluyó hasta la salida. Encendí el cerillo. La llama hambrienta tembló en mi mano. La lancé y “El Ancla” rugió en un estallido de fuego. Las llamas devoraron la madera, los pecados y mi deuda.

Corrí mientras el infierno que desaté pintaba la noche de rojo.

No volví la mirada.

Las investigaciones vinieron, pero el fuego borró mi rastro. No hallaron culpables, sólo cenizas. La justicia, lenta pero certera, atrapó a Tomás. Desenterraron su red de trata, un monstruo de mentiras y sangre. Hoy, él se pudre tras barrotes, y yo estoy libre.

Iván, mi faro, mi todo, sueña con ser doctor. Lo veo garabatear apuntes bajo la luz tenue de nuestra casa, y juro que lo logrará. Trabajo en un Oxxo ahora, en un refugio humilde. Cada noche siento a Rodrigo desde el cielo con su mano invisible guiándome.

Gracias a la fuerza de Dios y al amor de mi hijo me rescaté. “El Ancla” ardió hasta los cimientos, pero yo, Rosa Guadalupe Andrade, renací de sus brasas.

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