En el proyecto de reforma a la organización del poder judicial que hoy se discute en el congreso, es de destacarse el texto que se propone como párrafo cuarto del Artículo 100 de la Constitución que al efecto establece:
“El Tribunal de Disciplina funcionará en pleno. Podrá conocer, investigar, substanciar y en su caso, sancionar a las personas servidoras públicas del Poder Judicial de la Federación que incurran en actos u omisiones contrarias a la ley, al interés público o la adecuada administración de justicia, incluyendo aquellas vinculadas con hechos de corrupción, tráfico de influencias, nepotismo, complicidad o encubrimiento de presuntos delincuentes, o cunado sus determinaciones no se ajusten a los principios de objetividad, imparcialidad, independencia, profesionalismo o excelencia, además de los asuntos que la ley determine.”
La redacción de esta disposición observando el llamado “lenguaje inclusive de género”, no es acorde al estilo en el que está redactado el conjunto todo del texto constitucional, además de que el casuismo resulta por demás excesivo al establecer : “incluyendo aquellas vinculadas con hechos de corrupción, tráfico de influencias, nepotismo, complicidad o encubrimiento de presuntos delincuentes, o cunado sus determinaciones no se ajusten a los principios de objetividad, imparcialidad, independencia, profesionalismo o excelencia”; para de manera subsiguiente remitir incluso, adicionalmente a “los asuntos que la ley determine”.
El texto materia hoy del debate y escrutinio legislativo, así como de la opinión pública general y especializada, continúa señalando lo siguiente: “Las sanciones que emita el Tribunal podrán incluir las amonestaciones, suspensión, sanción económica y destitución e inhabilitación…con excepción de ministros, qué sólo podrán ser removidos en los términos del Título Cuarto de esta Constitución ( juicio político o de procedencia según el caso )”.
Disposición en la que, bien valdría la pena introducir dos instituciones claves y olvidadas, que, al parecer la iniciativa ha dejado de lado, o bien, ignora por completo; a saber: la responsabilidad patrimonial de los juzgadores por sentencias viciadas en los términos que la propia iniciativa contempla, y la eventual declaración de la nulidad de las mismas.
Instituciones que, a criterio del legislador y siguiendo la mejor técnica legislativa posible, bien pueden ser abordadas de manera separadas o bien, como tratándose de una misma.
Tradicionalmente se ha establecido que la responsabilidad civil o patrimonial del estado por actos ilícitos surgió en Francia cuando, el consejo de estado, en el célebre “caso Blanco” de 1873, declaró la responsabilidad civil de los servidores públicos por daño causado de manera ilícita por el ejercicio de su encargo.
La responsabilidad extracontractual contemplada en Roma en la “Lex Aquilia” y ampliada en sus alcances por el pretor Aquilio Gelio, de quién da cabal cuenta el propio Marco Tulio Cicerón en su dialogo sobre la “amistad”, no incluyó a la potestad pública del soberano, cuyos actos ,estuvieron siempre considerados como investidos de plena licitud.
La innovación de enorme valor al efecto aportada por el consejo de estado, llegó a nosotros en el Código Civil de García Tellez que plasmo en el Artículo 1927 el principio de responsabilidad civil de los servidores públicos por el daño causado por sus actos ilícitos en el ejercicio de su encargo, de los que, el erario estatal, hacía frente sólo de manera subsidiaria y reservándose la potestad de repetir en su patrimonio contra el servidor público responsable.
A principio de los años 90 el senador Manuel Aguilera Gómez impulsó una reforma para señalar la responsabilidad civil directa de la administración público, dando con ello un verdadero “salto cuántico” en la justicia, desde Aquilio Gelio, se estatuía por primera vez en la historia que, el estado, y no solamente sus agentes en actuación “ultra vires”, podrían incurrir en daños ilícitos a particulares proclives a ser sancionadas.
La administración de Vicente Fox propició una reforma al Artículo 113 constitucional que sustrajo la “responsabilidad- ahora denominada patrimonial y no civil- de la administración pública” del ámbito del Derecho Civil , para turnarla al área de las disposiciones administrativas; finalmente, en la actualidad, tal figura jurídica ha sido ubicada en el párrafo final del Artículo 109 de la Constitución, estableciéndose cuatro tipos de responsabilidades oficiales, a saber: política, penal, administrativa y patrimonial.
El quid de toda esta evolución desde Aquilio Gelio, hasta la última reforma en la materia, es que parece dejar de lado la reparación por el daño causado por una actuación judicial impropia.
Lejos de lo que dice la Doctrina tradicional de los tratadistas, y sin tener en cuenta la sabía opinión de las lúcidas plumas allegadas a Sergio Salomón Céspedes Peregrina como a la sazón puedan ser : Jaime Calderón, Francisco Baeza, Alfonso Bermúdez, Enrique Núñez o Mario Alberto Mejía; considero que existe un precedente de responsabilidad patrimonial del estado previo el “caso Blanco” del consejo de estado Francés.
El Código de Procedimientos Civiles para el Distrito Federal de 1934 contemplaba el denominado “recurso de responsabilidad” que era un juicio ordinario civil por daño moral contra el juzgador responsable de una sentencia viciada de nulidad.
La disposición en cuestión, tiene su antecedente en los célebres comentarios de José María Mnresa Navarro a la “Ley de Enjuiciamiento Civil” de España de 1855, desde mi muy modesta perspectiva de “analfabeta político y tomador de pelo”, un claro antecedente de la responsabilidad patrimonial por actos ilícitos de un servidor público, en este caso, el encargado de la administración de la justicia.
En fechas recientes , el abogado Guillerma Macías Díaz-Infante obtuvo una sentencia favorable al fincamiento de responsabilidad patrimonial a cargo de la justicia administrativa del estado de Aguascalientes por la emisión de una sentencia viciada, antecedente que, bien podría ser tomado en cuenta por los legisladores al aprobar la reforma que hoy se discute como atribución sancionadora del propuesto “Tribunal de Disciplina”.
Estando el rubro en cuestión, por lo demás, íntimamente interrelacionado con la nulidad de una sentencia concluida.
Entre nosotros, desde la reforma de 1902 que entronizó la atribución del poder judicial de la federación para revisar en vía de amparo la sentencias pronunciadas en diversas causas, se dejó de lado una institución de especial relevancia.
Estudiando el procedimiento de la época, en su gran clásico “La Curia Philipica Mexicana” de Juan Rodríguez de San Miguel, se entiende el motivo por el que el juicio de amparo, diseñado por Mariano Otero se circunscribía a la impugnación de actos ejecutivos y legislativos, dado que en el procedimiento de la época existía la nulidad de las sentencias conocida, institución procesal conocida en la Roma clásica con el nombre de “In Integrum Restitutio”.
Francesco Carnelutti en sus estudios de “Derecho Procesal Criminal y Civil”, la estudia a cabalidad con la denominación de “revocación de sentencia”, institución que alguna relevancia tuvo en la historia de nuestro procedimiento penal durante las décadas medianeras del siglo veinte, en las que se observó en el Foro denominándosele en la jerga litigiosa con el mote de “el amparoide”.
Institución que, bien valdría la pena rescatar también, como una de las atribuciones asignadas el “Tribunal de Disciplina”, siendo tal institución uno de los elementos claves en la iniciativa que hoy se somete a la deliberación del pueblo de México.