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La verdad está en marcha
Emilio Zolá

No hay nada que celebrar. En el caso de la “Ley Bonilla”, el presidente de la Suprema Corte la tachó de “fraude a la Constitución y al sistema democrático”. ¿Tanta deliberación para eso? ¿Esa es nuestra justicia pronta y expedita?

El Estado de derecho tiene controles para hacer cumplir la Constitución, es el objeto de estudio del derecho procesal constitucional. Hay dos tipos de control: difuso y concentrado. El derecho anglosajón eligió el primero, más eficaz y pragmático que obliga a toda autoridad a acatar la Constitución. El segundo deposita en un poder la exclusividad para determinar si se incurrió en una violación o si prevalece su observancia. En nuestro caso hemos adoptado un sistema híbrido y confuso, predominantemente concentrado. La Corte, en última instancia en su papel de tribunal constitucional, posee, digamos, el monopolio de esa facultad para lo cual se requiere que quien se vea agraviado y por lo tanto tenga interés jurídico pueda acudir, vía juicio de amparo, acción de inconstitucionalidad o controversia constitucional. En otras palabras, de no haber inconformidad, la evidente violación deviene hecho consumado.

En México, solo a petición de la parte agraviada y con el acompañamiento de la opinión pública, se hace justicia. Lo mismo acontece para sancionar a los autores de posibles conductas delictivas. Al no actuar de oficio las autoridades, nuestro derecho público se ha privatizado. El Estado es un árbitro que solamente actúa a petición de parte.

Anoto otra falla. Según Maquiavelo, “El que quiera dar leyes a un Estado debe suponer a todos los hombres malos”. Así han pensado quienes creyendo en corregir a los hombres legislan para atemperar sus tentaciones de hacer el mal, no es nuestro caso. El articulado de la Constitución presume que somos ángeles obsesionados en hacer el bien. Desafortunadamente es el bien hipócrita del que hablaba Manuel Gómez Morin, aun peor que el mal, pues contra este uno se prepara mientras de aquel uno espera beneficios que nunca llegan. El resultado es la desmoralización del pueblo y el deterioro de su confianza en las leyes.

Somos torpes para hacer leyes, hacemos caso del refrán popular, “Prometer no empobrece, dar es lo que aniquila”. Con las recientes reformas aprobadas se otorga pensión vitalicia a los mexicanos de la tercera edad y cobertura universal gratuita a servicios de salud. Los culpables de no cumplir por las limitaciones presupuestales obvias serán las próximas generaciones. El populismo busca ganar el apoyo hoy, el mañana es irrelevante.

Desde el caso Díaz Serrano hasta García Luna, sin entrar al fondo del asunto, más que un afán de hacer justicia se percibe un penetrante tufo de venganza. Nuestra justicia sigue siendo selectiva.

Hannah Arendt habla de una paradoja: “La democracia solo puede funcionar en un pueblo educado para la democracia. Y solo en la democracia puede un pueblo educarse para la democracia”. De manera cotidiana nos enteramos de atropellos a la ley: militarización de la seguridad pública, intento de despojo al Poder Legislativo de sus facultades para aprobar y supervisar el presupuesto, protección del Estado empresario para ser un monopolio, cancelando la competencia de particulares, tanto en hidrocarburos como en electricidad, la aberrante propuesta de concederle atribuciones fiscalizadoras al Inegi. Más las que se acumulen.

Cada vez aprecio más las convocatorias a un frente amplio para enfrentar a un gobierno tercamente necio que no deja de amenazar al pueblo de México.

Si verdaderamente queremos ser demócratas, la primera regla es cumplir y hacer cumplir la ley. Si se analiza el origen de nuestras recurrentes crisis siempre encontramos la inobservancia de la norma. Ahí está el más imponente desafío, que haya normalidad con normatividad. Eso es lo que exige nuestro turbulento porvenir.

Por: Juan José Rodríguez Prats

Correo: rodriguezpratsj@gmail.com

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