El discurso presidencial en México, en torno al fenómeno de la corrupción se ha ido transformando a través de los sexenios. A partir de su aparición hacia la recta final de la década de los ’80 ha adquirido matices diferentes de acuerdo a un momento político, económico y social determinado; pero en todo caso ha abanderado las principales fórmulas para conducir el gobierno, sin importar la corriente ideológica o el partido político en el poder.
Y es que no siempre la palabra corrupción ha estado presente; escucharla en una tribuna institucional o empresarial era, por definirlo de alguna forma, algo inexistente. No se hablaba de ella en los foros internacionales y en el ámbito académico se hacía resonar tímidamente. Su ausencia casi unánime en alocuciones, reflexiones, alegatos, diatribas, disertaciones o incluso charlas de sobremesa, hacía pensar que se le ignoraba porque no existía.
Se trataba de un fenómeno fantasmal por antonomasia y aunque se había arraigado en la vida cotidiana del país, en los procesos de toma de decisiones en las altas esferas y al mismo tiempo en cuestiones tan sencillas como el derecho a recibir la prestación de un servicio público básico o la realización de un trámite cualquiera, su sombra parecía dibujarse amenazante en el horizonte, pero no se pronunciaba su nombre.
Sus zarpas se habían extendido a lo largo y ancho de la geografía nacional, convivíamos con ella comúnmente; era algo habitual tanto en el sector público como en el privado, pero la sola mención de su nombre se antojaba vulgar o totalmente fuera de lugar. Era políticamente incorrecto mencionarla.
Se podía tener un gesto, un comentario algún “pseudónimo” para referirnos a aquellas situaciones en las que se involucraban desvío de fondos, falta de ética, perversión del fin natural de las cosas, participación o colaboración de funcionarios en actuaciones al margen de la ley o por lo menos en la frontera de la misma, obtención de ventajas indebidas y una larga lista. Nos habituamos a la típica “mordida”, pero jamás fuimos capaces de llamarla corrupción.
Según los romanos el nombre es el que nos hace existir para los demás. Es esa palabra que nos distingue y nos hace únicos; mientras no tenemos nombre pasamos desapercibidos, somos parte de la masa y con la corrupción nos pasó lo mismo, no aprendimos a verla, a describirla y peor aún, a entender las consecuencias funestas que iba generando.
Finalmente la palabra fue haciendo su aparición poco a poco. Había llegado para quedarse, para pronunciarse muchas veces, para transformarse en moneda de cambio entre fuerzas políticas contrarias o como apuesta segura al mencionarse la guerra sin cuartel para extinguirla como promesa de campaña.
En su camino rumbo a los Pinos, Carlos Salinas afirmó que “una sociedad débil alienta el autoritarismo, el burocratismo, la corrupción y la ineficiencia”; finalmente su arribo a la presidencia quedó marcado para la posteridad con la caída del sistema. A lo largo de su mandato la palabra corrupción se desdibujó –no así su presencia constante-, dando paso a la alusión insistente del desarrollo, la modernidad y el libre comercio.
Después llegó una etapa negra plagada de crímenes de personajes de distintas y altas esferas mexicanas, incluida la muerte de Luis Donaldo Colosio y junto con él, moría también la visión de un México con indígenas carentes de justicia y dignidad, campesinos empobrecidos, trabajadores con empleos y salarios miserables, jóvenes sin oportunidades de empleo, mujeres que se topaban con la desigualdad, empresarios atrapados por la burocracia, profesionistas sin expectativas de desarrollo, maestros y maestras a los que no se les reconocía su labor, en resumen “un México con hambre y con sed de justicia, un México de gente agraviada, de gente agraviada por las distorsiones que imponen a la ley quienes deberían de servirla, de mujeres y hombres afligidos por abuso de las autoridades o por la arrogancia de las oficinas gubernamentales”. Su deceso se llevó también la posibilidad de que llegara “la hora de cerrarle el paso al influyentismo, a la corrupción y a la impunidad”.
Emergió Ernesto Zedillo y aseveró que nadie podía estar por encima de la ley, pues “mucho han dañado a la nación los casos de impunidad, resultado del abuso de poder, el mal uso de la autoridad y la corrupción” y con él concluyó el ciclo ininterrumpido del PRI ostentando la presidencia de la República Mexicana.
Se abrió camino a la transición que vino cargada de esperanza de aires de cambio, de hacer la política de otra manera. Vicente Fox asemejó a la corrupción con el “coyotaje, que daña al ciudadano y mina la confianza en las instituciones” y entre “chinches bravas, tepocatas, alimañas y víboras prietas” la corrupción siguió inmutable y cómodamente instalada campando a sus anchas.
Vendría el turno de Felipe Calderón al mando del timón del Ejecutivo, que entabló una encarnizada guerra contra el crimen organizado y entonces se consideró a la corrupción una consecuencia del narcotráfico y se afirmó que en respuesta el Gobierno estaría “limpiando la casa de arriba hasta abajo”.
Entonces el regreso del PRI a la silla presidencial supuso un cambio de discurso, pues Enrique Peña, ante la indignación de más de uno –y de muchos-, llegó a afirmar que se trataba de un problema estructural a cargo de todos y “en muchas ocasiones un tema de carácter cultural”; la corrupción nos había llegado al tuétano, pero el comentario nos había herido más profundo si cabía.
El discurso anticorrupción fue el ferrocarril sobre el que Andrés Manuel López se montó para transitar del anhelo de campaña al discurso recurrente del ejecutivo federal. La corrupción y su herencia devastadora y nefasta, colman las frases que pronuncia el mandatario por dondequiera que va; los informes matutinos presididos por los adalides de la 4T también están plagados del discurso de la corrupción y los tiempos de pandemia no han sido excepción.
Nuestro presidente la describió como una “plaga más dañina que el coronavirus” y en esto le concedo la razón: la corrupción ataca a muchos, más allá de las fronteras, incluso hay quienes la practican pero aparentemente son asintomáticos. A día de hoy, no se sabe si una vez que la hemos experimentado nos hacemos inmunes o más bien sus asiduos esclavos. No es un padecimiento exclusivo de gente pudiente o que se gesta en la más profunda miseria; la corrupción no desprecia a nadie, a cada uno le muestra el rostro que quiere ver.
Pero no nos engañemos, no hay ni tratamiento, ni unidad de cuidados intensivos, ni respirador que nos pueda librar de la corrupción. No existe la más remota posibilidad de encontrar una vacuna contra este despiadado mal.
La corrupción y sus secuelas solo se pueden combatir abriendo frentes coherentes a todos los niveles y en todas las esferas. Se debe partir de un discurso consistente, firme y claro en el que no quepa lugar para treguas, pues debemos tener siempre en cuenta que no hay enemigo pequeño.
La articulación de ese discurso también permitirá trazar un plan de acción que tenga lógica y un hilo conductor. Este fenómeno devastador no se amedrenta por más que los argumentos en su contra sean voraces. Se requiere de reglas claras, acotar la actuación de los funcionarios públicos y evitar las áreas de discrecionalidad.
Se perciben algunos destellos que pueden ser esperanzadores, pero no podemos dejarnos deslumbrar por su brillo. El combate a la corrupción es un ejercicio diario y meticuloso, que no se basa en las palabras sino en el diseño de medidas de aplicación general que delimitan la actuación de los servidores públicos y describen los límites del ejercicio de la libertad del ciudadano.
Fortalecer el Estado de derecho a través de la cultura de la legalidad e incorporar la ética como pauta de conducta serán ingredientes fundamentales en esta aspiración colectiva de enfrentamiento con una sombra que ha tomado la forma de virus y que nos acecha constantemente. Al pan, pan y a la corrupción a llamarla por su nombre.
Por: Graciela Pahul