El más grande espectáculo de cualquier patíbulo consiste en ver rodar la testa del verdugo
Xavier Velasco
Si tuviera que elegir el documento fundacional más idóneo del Estado mexicano, el equivalente a su acta de nacimiento, no me decidiría por los documentos de la autoría de Hidalgo suprimiendo la esclavitud y sus demandas económicas y sociales. Tampoco por la Constitución de Cádiz, con todo y su contenido liberal ni por su versión mexicana, la de Apatzingán, que nunca tuvo vigencia. No me inclinaría por los Sentimientos de la Nación de Morelos por ser sentimientos y no ideas viables. Mucho menos pensaría en el Plan de Iguala de Iturbide ni en el Acta de Independencia del Imperio mexicano de la autoría de Juan José Espinoza de los Monteros que es un documento muy primitivo. La Constitución de 1824 no es más que una mala copia de la estadounidense.
Elegiría un documento más sencillo, breve y de un contenido que define lo que debe ser el Estado de derecho que hoy en día es nuestro principal requerimiento. Me refiero al Manifiesto a la Nación que el presidente Benito Juárez le dirige al pueblo de México el 15 de julio de 1867 a su entrada a la capital del país, fecha considerada el inicio de la Segunda República o República Restaurada y que, a mi juicio, constituye la fundación del Estado mexicano, con todos los elementos que el concepto implica.
En ese texto, además del famoso apotegma del benemérito, hay una idea que es obligatorio transcribir: “La templanza de su conducta (se refiere a su gobierno) en todos los lugares donde ha residido, ha demostrado su deseo de moderar en lo posible el rigor de la justicia, conciliando la indulgencia con el estrecho deber de que se apliquen las leyes, en lo que sea indispensable para afianzar la paz y el porvenir de la nación”.
Posiblemente alguien, atrevidamente, interpretó esas palabras, porque nunca he encontrado que Juárez haya dicho: “A los amigos, justicia y gracia. A los enemigos, justicia”. Evidentemente no eran esos sus propósitos. Insistía en aplicar la ley sin rencor ni demagogia y he ahí que su pensamiento es una referencia obligada en la situación que hoy confrontamos.
El pasado domingo aconteció algo que nos debe avergonzar y que estamos obligados a condenar. Una serie de eventos que exacerban el peor sentimiento que envenena y enferma una sociedad: el resentimiento, la rencilla, la querella. Lucha estéril que genera iniquidad e ignominia.
Ahora vamos a otra contienda para degradar la política, para dividirnos, para descomponer aún más nuestro entramado social: la revocación del mandato presidencial. ¡Qué obsesión por disminuir nuestra escasa energía colectiva!
Coincido con Enrique Serna: “Los más fervientes adoradores del pueblo son los que menos respetan su inteligencia”. Todos los días la consigna es la misma: busquemos culpables, distraigamos a la opinión pública, a la hoguera los perversos del pasado, que los del presente somos impunes y habremos de continuar en el poder. Patético espectáculo.
Hace muchos años escribí un libro en el que utilicé la expresión “política del derecho”, dos elementos hoy estrechamente vinculados. El derecho es el maestro del político. Si al hombre en el poder ni siquiera se le ocurre consultar qué ordenan las leyes y simplemente hace su voluntad como lo vemos cotidianamente, vamos rumbo al colapso.
Parafraseando a Ortega y Gasset, un jurista español, Faustino Martínez Martínez, escribió: “El tema de nuestro tiempo: buscar el modo de imbricar o incardinar el derecho en la nueva sociedad, en el nuevo orden mundial que ha surgido entre nosotros”. Efectivamente, el problema es global.
La condescendencia con quienes violan derechos humanos, que son los más elementales, es algo de lo más grave y, para nuestro infortunio, México ocupa un deshonroso lugar en el pódium. Sí, el manifiesto de Juárez debe ser nuestra divisa señera: templanza, moderación, indulgencia y estrecho deber de que se apliquen las leyes.
Por: Juan José Rodríguez Prats