La herencia autoritaria

El autoritarismo en México, recuerda a menudo Francisco Javier Muñoz, tiene sus orígenes más remotos en el México colonial, donde convergieron las estructuras de poder mexica y española, tlatoanis y virreyes, mezclándose, reflexiona el maestro, “el despotismo tributario de los unos con el absolutismo monárquico de los otros”.

A diferencia de lo que ocurría al norte del río Sabina, donde la conquista había sido una empresa privada y, en consecuencia, el rey inglés interfería poco en la vida de sus súbditos y estos tenían libertad de asociación, de prensa y de religión, e incluso se habían constituido en parlamentos locales elegidos popularmente, en las colonias españolas, donde la conquista había sido una empresa imperial, el rey era omnipresente, las reuniones y la imprenta estaban restringidas, y la cruz se grababa al rojo vivo, y los plenipotenciarios virreyes eran recibidos bajo palio.

La economía de las colonias españolas, por otra parte, era excractivista, lo cual implicaba una división del trabajo basada en criterios estrictamente raciales. Esto tuvo como efectos principales, por un lado, la explotación de la población indígena por parte de la minoría europea en las minas y en las haciendas, lo cual generó un modelo patrón-cliente que arraigó profundamente, y, por el otro, el desarrollo de una economía desequilibrada, lo cual sembró el germen terrible de la desigualdad y el subdesarrollo.

Privados, pues, de cualquier experiencia democrática, los padres de la patria no pudieron o no quisieron desarrollar una democracia plena, sin adjetivos sino una suerte de democracia autoritaria o de autoritarismo democrático, según se prefiera, un sistema político mixto que heredó las estructuras de poder coloniales y que persiste hasta la fecha, “el cual contiene algunos elementos democráticos pero en el que normalmente priva su herencia autoritaria” (Meyer, 2013).

Desde siempre, el jefe del Estado ha sido el centro de gravedad de este sistema tan entre azul y buenas noches, tirando, a veces, a negro profundo; no es raro, por lo tanto, que tres caudillos fueran protagonistas de dos terceras partes del turbulento primer siglo de vida independiente de nuestro país ni que el Estado nacional se consolidara durante la larga dictadura de uno de ellos ni que cuando, por fin, alcanzamos cierta madurez institucional el poder político se concentrara, rebosante, en las manos de autócratas sexenales.

Desde Iturbide hasta Peña Nieto, pasando por López de Santa Anna, Juárez, Díaz, Calles, Ruiz Cortines o Fox, prácticamente todos los jefes del Estado, ya sea caudillos, presidentes o altezas serenísimas, sufrieron más o menos de delirios autoritarios. Cierta vez, uno de ellos, Salinas, visitó un museo en Tabasco. Deteniéndose con su comitiva frente al fósil de un pejelagarto, el neoliberal presidente, experto en lepisosteiformes, aseguró que “antes, volaban”.

–¿Es cierto eso? –preguntó un reportero a uno de los expertos ahí presentes.

–Bueno, sí –balbuceó este, colocado entre la espada y la pared –pero bajito.

¿Acaso podríamos esperar que el actual inquilino de Palacio Nacional, antiguo hogar de tlatoanis y de virreyes, fuera la excepción?

Por: Francisco Baeza

@paco_baeza_

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