La caja fuerte

Eran la “colocha” (de pelo rizado) y el “chele” (güero). Así se referían a ellos los familiares de ella, salvadoreños. Apenas rebasaban la veintena, pero D y G se hablaban de “usted”, porque así se acostumbra(ba) en El Salvador cuando dos personas se respetan y se aman. Quizá no compartían a plenitud los intríngulis del concepto; pero, visto a la distancia, realmente se amaban, eran, parafraseando a Aristóteles, una sola alma que habitaba dos cuerpos y, como miembros del CMSPS (Comité Mexicano de Solidaridad con el Pueblo Salvadoreño), también compartían ideales, a juzgar por los testimonios de quienes les conocieron en aquella época y por la dedicatoria que G le puso a D en el libro en el que se publicaron sus primeros cuentos, en 1981: D: Para tus ojos, donde está la esperanza en la victoria, para tus manos, que haces instrumento efectivo de nuestra lucha y voz de tu ternura; para tu corazón que late junto al mío y es casi mío, como tuyo es mi pensamiento y mi corazón… Porque serás principio y fin de mi lucha, no te ofrezco solamente estos textos, sino mi vida, que comenzó cuando te conocí. Tuyo: G”.

            ¿Cuál era esa lucha? El 24 de marzo de 1980 había sido asesinado Monseñor Romero mientras oficiaba misa en la capilla del hospital La Divina Providencia en San Salvador, después de un sermón exigiendo el cese de la represión y la violencia y que caló hondo en la conciencia de los salvadoreños (en 2004, en la película “Voces Inocentes”, Luis Mandoki reproduciría este discurso en voz del actor Daniel Giménez Cacho y recrearía la infancia del escritor Óscar Torres, quien, como decenas de miles de sus compatriotas tuvo que emigrar a los Estados Unidos). El padre de D se había exiliado a México muchos años antes y había fundado y había sido director de la Escuela de Administración Pública de la UAP (fue maestro del actual gobernador de Puebla). Para entonces, la crisis hundió en la pobreza a más del 55 % de la población salvadoreña. La guerra civil cobraría la vida de más de 75 mil personas y costaría miles de desaparecidos… Nadie estaba a salvo…

            En México, las cosas tampoco andaban bien. En 1982, el país sufriría una grave crisis de deuda que culminaría con una inflación de 180 % en 1988. Ese es el contexto en el que se desarrolla esta historia verdadera.

            G impartía clases en el Instituto Angelopolitano, en el Instituto Alejandría y en el Instituto Iberia, D ya tenía un título en “Comercio” y estudiaba “Administración Pública”. Pronto vivirían juntos D, G y R, el hijo de ambos, y serían compañeros en la carrera de Psicología. Fue una década de esfuerzo, dolor, aprendizaje y solidaridad. Hacia el año de 1983, G había abandonado la docencia para buscar otros ingresos, fue vendedor de muebles de oficina, trabajó temporalmente en el zoológico Africam e intentó, junto con D, incursionar en las manualidades. Ella pintaba botellas con hermosos paisajes, él aprendió a hacer paisajes con arena de colores en pequeñas ampolletas. Intentaron vender al público en el centro de la ciudad de Puebla, pero fueron retirados por la policía. No lograron vender nada y pronto vivieron la experiencia de sólo alimentarse con una lata de sardinas. El afortunado encuentro con un artesano y estudiante de Psicología, a quien G llamó Flipper (se llama Felipe) le permitió incursionar en el ramo de la talabartería, elaborando morrales de cuero. D encontraría trabajo en CONAFE (Consejo Nacional de Fomento Educativo) y se ausentaría frecuentemente de casa porque su trabajo consistía en supervisar a los jóvenes instructores en localidades rurales remotas. G intentó comportarse como un buen padre, educando a R, apoyándolo con las tareas. Y entre los gestos que reprodujo, de su propia educación, fue el de darle su “domingo” a R e inculcarle el ahorro. Lo que podía ofrecerle eran apenas monedas de a peso y una alcancía en forma de caja fuerte…

            La década entera fue de un desgaste enorme, trabajo, estudio, activismo, mantener un hogar en tiempos difíciles y, aun así, G fue jefe de grupo, organizó excursiones con sus compañeros a La Malinche, participó en la “grilla” política de la UAP, invitó a sus compañeras al Bar La Peña, cuando todavía estaba prohibido el ingreso de las mujeres a las cantinas y, siempre junto con D, vivió el terremoto del 19 de septiembre de 1985 y la réplica que se dio al día siguiente, esta vez en el edificio San Jerónimo donde se encontraba el Colegio de Psicología. Ese trajín tuvo un precio. Mientras G trabajaba en Africam conoció a Alejandro Meléndez (Monedero de piel: para guardar la memoria de los tiempos gratos publicado en Mundonuestro), otro artesano talabartero que lo instruyó en nuevas técnicas y gracias a él pudo convertirse en proveedor del zoológico, pero en 1988, año en el que G y D presentaron juntos su examen profesional obteniendo mención honorífica, G cayó en una profunda depresión y la sensación de derrota y de fracaso (la crisis económica afectó en particular a la industria peletera e hizo quebrar su negocio) lo indujeron a buscar una salida por ese umbral invisible, el último peldaño donde el camino se disuelve en aire… 

            Y así G, el flamante psicólogo, construyó para sí una prisión en la que él mismo fue prisionero y carcelero. Además, se había convertido en un mal compañero para D. La forma exterior de su calabozo era la de su casa, un espacio reducido anexo a otro donde unos meses antes Flipper y Paty, su esposa, se habían mudado también. La cocina era oscura, el cuchillo, filoso, la sombra que lo había devorado, densa y pegajosa. No era la primera vez que lo intentaba, muchos años antes, cuando sus padres se separaron y él tuvo que abandonar la escuela para trabajar de obrero, se acostó sobre las vías del tren cuando vio acercarse la locomotora. Un perro llegó a la lamerle la cara cuando el maquinista comenzó a sonar la bocina con frenesí. Quizás aquel can fue un ángel y hoy adquiriría otra forma, la de Flipper, quien, al asomarse por la ventana de la cocina, vio las lágrimas y la primera gota de sangre… Abrió la puerta y no dijo nada, solo extendió los brazos y abrazó a su amigo con ternura.

            Cuando D regresó de uno de sus viajes, G habló con ella y la llenó de desconcierto. R fue testigo cuando su padre colocó sus escasas pertenencias en una maleta vieja y se dirigió a la puerta. Entonces corrió a su cuarto y regresó con la caja fuerte donde estaban sus ahorros:

—Pa´, es lo único que tengo. Llévatelo.

            G no lo aceptó; pero algunos años después, cuando R cumplió la mayoría de edad y se marchó primero a El Salvador y después a Los Ángeles, como migrante, dejó en su habitación sus cómics de “El hombre araña” y su caja fuerte repleta de monedas de a peso.

            Décadas después de este episodio, aún conservo la caja fuerte y un montón de monedas sin valor económico, pero que son uno de los mayores tesoros que poseo (en custodia).

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Günter Petrak
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