En la larga marcha a la Hibueras, dejó Cortés en la isla del Petén a uno de sus caballos: “Los indios- según narra William Prescott- tenían al animal en mucha veneración, identificándolo en parte, con el misterioso poder de los hombres blancos. Cuando se hubieron ido sus huéspedes, le ofrecieron flores y le prepararon viandas de aves muy sabrosas, como lo hubieran hecho con sus propios enfermos; el pobre caballo, sujeto a tan extraordinaria dieta, se fue enflaqueciendo y al fin murió; los indios aterrorizados labraron en piedra su efigie, y colocándola en uno de sus teocalis le ofrecieron homenajes como a una deidad”
Estupor y asombro, temor y temblor sobrecogería a no dudarse los ánimos de los frailes franciscanos, que en 1618 descubrieron esculpida en piedra aquella imagen, cuando se aprestaban a predicar el evangelio entre la población quiché de la zona.
Terroríficas percepciones del Apocalipsis debieron acometerlos sin duda: el caballo, vestía formidable, majestuosa, hermosa y temible en el despliegue de su gran poder encarna los anhelos y los miedos más recónditos del hombre desde las urdimbres de Ulises en su asedio a Troya, desde que, incluso, identificado con el jinete mismo, se tornara en centauro como Quirón, el místico preceptor del divino Aquiles hijo de Peleo y de la diosa Tetis.
El enorme poder perturbador que al caballo es inherente, fue desplegado con plena deliberación por Hernán Cortés entre los tlaxcaltecas para propiciar la alianza con sus tropas como al efecto lo refiere Bernal Díaz del Castillo en la “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España”.
Por lo demás, para aquellos frailes franciscanos, el encuentro con aquella imagen a simple vista del todo inexplicable, sobrepasaría los límites de lo ordinario aventurándoles en la terrible experiencia de las zonas malditas de la propia conciencia, como exploraría con magistral percepción y sensibilidad el inigualable Georges Bataille.
Previamente a dejar resguardado su caballo herido en el Petén, Hernán Cortés, había ordenado la ejecución de Cuauhtémoc, el último tlatoani del Anáhuac, dirigiéndose en esos momentos a los Hiuberas a someter y castigar la insubordinación e infidencia de Cristóbal de Olid, quién tras emprender una expedición en busca del estrecho que comunicase las aguas oceánicas, se había compaginado con su enemigo, el gobernador de Cuba Diego Velázquez.
La ocasión, ciertamente, era propicia para “sacrificar un caballo en la tumba de un rey”, como, al decir de Curzio Malaparte solían hacer los antiguos suecos.
Recuerdo de manera por demás entrañable el reparto integrado por Carlos Ancira, Jaime Garza y Blanca Sánchez, y asimismo, por supuesto, la versión cinematográfica protagonizada por Richard Burton; no cabe duda que, caracterizaciones tan distintas del personaje central de la obra teatral de Peter Shaffer, siendo por lo demás, ambas igualmente magistrales; en mucho podrían servirnos para aproximarnos a la experiencia que al efecto vivieran aquellos frailes franciscanos que, para su sorpresa y estupor, encontraron en el Petén al caballo de Hernán Cortés transfigurado en un ser divino.
Por: Atilio Alberto Peralta Merino
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