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Ninguno que intente apoderarse del poder a las bravas puede ignorar las lecciones del coup d’État, del golpe de Estado de Napoleón contra el Directorio el 18 de brumario del octavo año de la república. Este, escribe Curzio Malaparte (Técnica del golpe de Estado, 1931), “fue el primero en el que se plantearon los problemas de la táctica revolucionaria”; a la sazón, los problemas relativos a la complejidad de los Estados modernos, a sus complicados procedimientos técnicos o a la nueva y frágil relación entre los gobernantes y los ciudadanos.

Apenas hubo atracado en Frenjús, procedente de El Cairo, dirigiéndose a París, Napoleón, el más avanzado de los alumnos de M. Chartón repasó sus apuntes: apasionado de la historia romana, estudió los golpes de Sila y de Julio Cesar, y la malograda conspiración de Catilina. Aunque mucha sangre se había derramado desde que Caín molió a quijadazos a Abel, estos eran los lugares comunes a los que volvían los conspiradores dieciocheros. Craso error, según Malaparte, “confundir la estrategia militar con la táctica política”:

Sila y de Julio Cesar, razonaba el aspirante a golpista, habían dirigido empresas eminentemente militares: habían combatido contra ejércitos, no contra asambleas. Todos, absolutamente todos los traspasos bruscos del poder hasta entonces, cuando no se habían debido a intrigas palaciegas, se habían debido a la guerra.

Y a Catilina, lo alucinaba: no quería parecer a los ojos de los franceses, un traidor a la república dispuesto a destruirla en su ambición; un filicida capaz de sacrificar en el altar de su causa a los hijos de la patria –si es que hemos de creer todas las barbaridades que de aquel, dijo Cicerón–.

Napoleón, soldado, al fin, héroe de Tolón y conquistador de Italia y de Egipto, no se hubiera afligido por usar la fuerza bruta para conseguir su objetivo pero le preocupaban de veras, aunque fuera por puro pragmatismo, la legitimidad y la apariencia de legalidad de sus acciones, inquietudes de hombre moderno que, por supuesto, no estaban entre las de los antiguos. Definitivamente, el inquieto corso afrancesado de finales del s. XVIII no hubiera desencajado a principios del s. XX más de lo que desencajó en su propia época…

Con esos pensamientos debajo del tricornio, en fin, Napoleón se dirigiría vacilante hacia la conquista de Francia (de Europa; del mundo, casi):

Las manifestaciones espontáneas de apoyo le convencerían de la legitimidad de su empresa: los campesinos le recibirían jubilosos, la guarnición parisina improvisaría un desfile en su honor, los ingenuos directores le agasajarían con grand plaisir; el banquero Collot le haría una humilde aportación a la causa de la salvación nacional: 500 mil marcos para financiar el golpe.

En cuanto a su legalidad, menudo lío: incapacitado motu proprio el Directorio y habiéndose reunido mediante engaños al Consejo de Ancianos y al Consejo de los Quinientos en Saint-Cloud, a las afueras de París, temiendo estar en presencia del mismísimo Agátocles, los parlamentarios rechazarían de tajo la propuesta de nombrarle cónsul y disolverse enseguida.

Su entrada dramática al hemiciclo, escoltado por un grupo de granaderos, desayudaría:

–¡Si yo soy pérfido, sean ustedes Bruto! –les retaría el pequeño gladiador, descubriéndose el pecho.

–¡Viva la república! ¡Abajo el tirano! –le responderían los jacobinos, y se le irían a golpes, derribándole.

Y a golpes debería intervenir Murat para obligar a punta de bayoneta a los parlamentarios a cumplir el capricho histórico de su jefe cargándose de un empellón la moralidad, si la había, de un golpe adelantado dos siglos a su época.

Por: Francisco Baeza

Twitter: @paco_baeza_

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