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A mi alma gemela

La conquisté llevándole serenatas bajo su ventana y acabé enamorando a su familia.

Incluso a sus hermanos.

No es que fuera un gran trovador, pero integrante de un trío, éramos la sensación.

De hecho, a los primeros “gallos” amigos de ella y nuestros nos suplicaron irles a cantar a sus amores.

Esta escena se desarrolló en un pueblito de Veracruz, aunque el trío quedó en dueto y luego en nada más que yo. Solamente la luna llena me acompañaba por las noches, apoyado en una roca y rodeado por el continuo canto de los grillos.

Debo reconocer que fue un noviazgo increíble, mágico podría decir, nos quedábamos fascinados con lo simple y nos satisfacíamos de lo sencillo de la vida.

Recuerdo que su familia me trató como si fuera un miembro más de ella y por tanto adopté a sus sobrinos como tal, a sus hermanos como mis hermanos, hasta que un buen día me “la robé”, me la traje a la ciudad, a casa con mi abuelo, mamá y hermana, aunque jamás supe que al hacerlo sería el principio del fin.

Estaba por concluir la universidad (ella me ayudó a repasar materias), tiempo después me gradué, y uno de tantos días llegó la noticia de que sería padre. Un pequeño varón alegró bendijo nuestro hogar, más al abuelo (mi apá), pero despertó cierto recelo con el resto de la familia hasta que un día determiné irme de casa.

Ese día le partimos el corazón al abuelo. Me había enterado de ciertas discusiones entre mi familia y mi esposa, así que decidimos rentar un departamento y tener nuestro propio hogar.

Ella era una ternura en todo aspecto, no sólo cocina de manera espectacular con ingredientes tan prácticos que uno ni siquiera lo imagina, sino que sus manos son tan mágicas cuando tienes un dolor que se espanta y se aleja de inmediato.

Pero no es todo, sus grandes ojos, cabello, sonrisa y suave piel me vuelven loco y más cuando viste de rojo.

Es más, podría apostar que es la mejor madre del mundo y que tengo un héroe como hijo, pero a veces el hombre no valora lo que tiene en casa y suele buscar fuera lo que de sobra tiene frente a sus propias narices, y así me sucedió.

Una vez saliendo del trabajo fui invitado a un bar, en aquel entonces los celulares no estaban de moda. Total que acepté, llegué un poco más que tarde a casa y vinieron las incesantes preguntas:

  • ¿Dónde estabas?
  • Ve la hora que es y apenas llegas
  • Me tenías preocupada
  • Pensé que te había pasado algo
  • Me alarmé!!!
  • Hueles a cerveza

Juré que jamás volvería a hacerlo; sin embargo, vino otra invitación y fui, pero esa ocasión la propuesta fue un table-dance, algo que no me latió. Lo cierto es que sabían de “qué pata cojeaba”.

  • Ponen música de la que te gusta, puro Heavy Metal
  • Estás loco, en esos sitios no pasan de cumbias
  • Ay si muy exquisito
  • No, no es eso, sí me gustan, pero ese tipo de ambientes paso
  • Mira, vamos, si no aguantas las primeras dos canciones nos vamos, ¿trato?
  • ¡Va!

N’ombre, para qué les cuento: efectivamente habían strepteasse y bailes en tubo, pero el DJ se encargaba de sintonizar lo mejor de Scorpions, Aerosmith, Deep Purple, Bon Jovi, Foreigner, y más; aunque de repente me parecía verla entre las sombras.

Así fue como comenzaron los deslices, algo que tampoco entiendo por qué, pues teniendo quién me esperara en casa, cada vez era más frecuente mi llegada tardía a mi hogar, cada vez eran más continuas las discusiones por estos temas a grado tal de ir perdiendo la comunicación en pareja y luego la confianza.

Esos dos ejes son vitales en una relación para que esta funcione, de lo contrario se condena al fracaso, y justamente allá fue a dar la nuestra, pues fui yendo de aventura en aventura ante el silencio que me esperaba como cobijo y consuelo en casa.

No es que esté orgulloso de decir esto, pero hoy que la mujer de mis sueños, la chica a la que enamoré cantándole bajo la luz de la luna, paseé en bicicleta e incluso teníamos un árbol al pie del río donde refugiarnos y con quien engendré un hijo, sangre de mi sangre, hoy está más lejana que la luna y su amor más seco que el río.

Lo más incongruente de todo ello es que puede que haya ido en busca de aventuras, todas pasajeras, ninguna formal, pero siempre encontraba en ellas a la chica de piel tersa, grandes ojos, sonrisa cautivadora y una cabellera inconfundible.

Aunque todas fueran diferentes, siempre la veía a ella, siempre la encontraba a ella.

Todas eran ella…

Cierto, si bien un día sentí que algo me faltó, al final de cuentas en esa búsqueda me percaté que siempre la encontraba a ella, a nadie más que a ella, igual con otro rostro, otro perfume, otra vestimenta, otro cuerpo, pero siempre era ella.

Aunque jamás perdone mi traición, siempre será la única mujer a la que no sólo por vez primera le canté en mi vida, sino a la primera que le entregué mi corazón, mi cuerpo, alma y mi ser, aunque estas líneas no le importe leerlas, aunque guarde cierta distancia hacia mi persona, pese a que jamás perdone mi infidelidad.

Si bien la soledad es mi única compañera al redactar esta carta, me hace tan feliz que me haya regalado un hijo aun cuando jamás reciba un verdadero perdón, aun cuando su presencia a mi lado jamás se vuelva a repetir como en el ayer. Y no porque yo no lo desee, sino porque otro ser se atravesó en su destino.

Él sí supo valorar lo que yo no, por eso es que escribo esta misiva, para que sirva de experiencia a otras personas. Eso de nadie sabe lo que tiene hasta que pierde es cierto, pero en cada una de mis búsquedas siempre la encontraba, al final del camino aparecía ella.

Perdí a alguien que estaba conmigo y las veces que volvió jamás fue la de antes, pues se extravió esa delgada línea de comunicación y confianza que cuando deja de existir entre una pareja, todo se viene abajo y de manera dispar se rema.

“Cuando alguien se va de tu lado y regresa, no regresa siendo el mismo”

Anónimo

Por: Arnoldo Márquez

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