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México vive hoy una de las más graves crisis de su historia. En esta crisis coinciden tanto factores estructurales de largo aliento, así como un conjunto de elementos que singularizan el presente político del país.

No hay duda que muchos de los problemas que hoy nos atraviesan no se generaron en el actual sexenio: la pobreza, la violencia, la corrupción y la fragilidad de nuestras instituciones, se remontan a muchos años atrás. Sin embargo, tampoco podemos negar que hoy esa historia de agravios no solo no ha disminuido sino, por el contrario, parece aumentar día con día perfilando al país a una debacle.

Varios factores determinan la situación actual y, en ella, debemos señalar la responsabilidad de grado de distintos actores sociales, subrayando, que es la del gobierno de López Obrador la más grave al haber renunciado a su condición de árbitro imparcial en la suma de intereses que constituyen una nación plural, compleja y democrática. Un gobierno empeñado en propiciar una “revolución” conservadora y regresiva que atenta contra los más elementales logros conseguidos por la sociedad mexicana, tanto en materia económica como política y social.

La terquedad por revivir un modelo económico sostenido en energías extractivas, el desprecio que ha mostrado por el conocimiento científico, la destrucción sistemática de instituciones democráticas y organismos autónomos, más la alta concentración de poder en la figura presidencial y, particularmente, el desdén a movimientos ciudadanos y a la complejidad social en la que se inscriben como consecuencia natural de la modernidad , son la más clara muestra de ese signo regresivo y autoritario de la 4T. A lo anterior, hay que sumar la errática política en materia de seguridad y las consecuencias ecológicas que traigan consigo los proyectos de Dos Bocas o El Tren Maya. Otra característica a destacar del actual gobierno es la amenaza al estado laico al fortalecer e incorporar a la vida pública grupos religiosos de ascendencia evangélica, particularmente y, al mismo tiempo, un ejercicio del poder eminentemente pastoral materializado en el intento de incidir, de múltiples maneras, en la moralidad de la sociedad.

Pero, tan preocupante como lo anterior, resulta una práctica discursiva marcada por la estigmatización de la diferencia, la negación de la pluralidad y la defenestración del más elemental ejercicio crítico al proyecto personal del presidente, y que tendrá, como consecuencia una creciente polarización social de la que no habrá retorno. A una década perdida en materia económica, el diagnóstico sobre aumento de la pobreza a 75% de la población, la difícil reconstrucción de las instituciones democráticas, hay que añadir el peligroso clima de un conflicto civil a punto de estallar. Como lo señalamos anteriormente respecto a otros problemas, la polarización que sufre hoy día el país no nació con López Obrador; es resultado de un resentimiento acumulado por un sinfín de agravios no resueltos a lo largo de su historia, pero el presidente de la República se ha sentado sobre ella como coartada para fortalecer su legitimidad y reducido el conflicto a una maniquea lucha entre el bien y el mal, fieles y herejes. Muy pronto, esa práctica discursiva tendrá efectos en la materialidad de la sociedad.

Sí, un proyecto personal del presidente, ni siquiera acotado por los contrapesos de su partido, no digamos ya, por los contrapesos ideales en una democracia del poder legislativo o una verdadera separación de poderes, más allá de su formalismo.

Ante este panorama, la pregunta que surge es cómo paliar la crisis que vivimos y reconducir el país por un camino más certero para todos. La única respuesta que encontramos a esa interrogante es la vía democrática. Como lo han señalado distintos analistas, si López Obrador llegó a la Presidencia de la República por vía democrática, el acotamiento de su decisionismo político o su relevo político tienen que transitar por esa misma vía. Apostar por otros caminos significaría una mayor amenaza a nuestra ya frágil vida democrática, poniendo en riesgo los derechos humanos y ciudadanos que garantizan nuestra vida social.

En principio, reconocemos la valía de los objetivos del presidente López Obrador en su intento de acabar con la pobreza y la corrupción, pero diferimos de los métodos para conseguirlo. Estamos convencidos de poder alcanzar consensos mínimos para dar salida a la situación del país. Estamos convencidos de que en este país podemos caber todos, no pese a nuestras diferencias sino gracias a ellas.

Frente a la práctica liquidación de los partidos políticos, el predominio de una estructura clientelar por parte del gobierno, son los ciudadanos los únicos capaces de fungir como el principal contrapeso a un ejercicio eminentemente autoritario y se reconozcan como el principal actor de la vida política nacional, destacando que la única vía que defienda dicho frente sea la vía democrática.

Por: Juan Carlos Canales

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