Comparte con tus amigos

Fue en octubre de 1968

Vivía a orillas del campo con mi familia: dos hijos, ambos varones y mi amada esposa.

No había vecinos alrededor, era un pequeño rancho sólo para nosotros; de hecho, quincenalmente salíamos a la ciudad por víveres donde se extrañaban al vernos.

Me dedicaba al cultivo de maizales, nos iba bien, no me quejaba; mis muchachos cursaban la secundaria en el pueblo, ¡porque era un pueblo!, aunque lo llamaran “ciudad”. Contada gente era amable, aunque, en ocasiones rara.

Mi esposa Selena tenía la costumbre de preparar pasteles de maíz, poseía una sazón incomparable; mientras Jorge y Carlos andaban en la edad del “primer amor”, ambos me apoyaban en sus ratos libres con las tareas del campo con Tomás, Checo y Nacho, tres brazos derechos y ayudantes en un poblado de Tepoztlán.

A mis empleados no los consideraba como tales, sino como integrantes de la familia, y comíamos juntos en casa a la hora de la comida. Una tarde Selena fue cortejada por Sergio, o Checo pues. Recordar ese momento no me es nada grato.

  • Una mujer como usted debería tener a su lado a un verdadero hombre, le dijo.
  • ¿Checo, qué te pasa?, ¿por qué me dices eso?, por favor salte. Si Sebastián se entera tendrías problemas…

Robusto, de estatura media, ronco, tez pálida, rasgos faciales rudos, Sergio se acercó lentamente, y con ojos rojos como si fueran los de un vil cascabel, le dijo tres palabras que pusieron a temblar a la inmutada y asustada esposa del ejidatario:

  • Queremos sus tierras…

Una vez dicho lo anterior abrió la puerta de una patada y se fue. Sus hijos aún estaban en la escuela, mientras que Sebastián había acudido al pueblo por fertilizante.

Selena calló por días para evitar un conflicto hasta que comenzó a ver por las noches a través de la ventana la silueta de Sergio, que no del Checo de siempre.

Esta vez era distinto. Algo tenían sus ojos, estaban desorbitados, blancos; su cabello tieso; su ropa desaliñada, sucia; y prácticamente inmóvil bajo el naranjal.

Incluso, sus ausencias durante el día eran más frecuentes.

Total que narró lo sucedido.

Una tarde Sebastián encaró a Sergio.

  • … Así es queremos sus tierras.
  • ¿Queremos?, ¿quiénes Checo?, ¿qué sucede?, hay maneras de pedir las cosas, ¿por qué la falta de respeto?
  • Sus cultivos nos estorban el paso…
  • ¿Mis cultivos?, ¿paso?, ¿a qué, ¿dónde?

Sergio sentado en la mecedora de Selena escupía al suelo y sonreía cada que volteaba la mirada a verlo.

  • ¡Estoy hablándote!, ¡por qué no respondes!, le dijo tomándolo del cuello de la camisa.
  •  Queremos sus tierras, nos estorban
  • ¡Miserable!, habla claro, quieres que venda, no lo haré, dile a quien te mandó que no lo haré.

Sergio siempre andaba armado y esa vez no fue la excepción. Sacó un puñal de entre sus ropas y lo clavó a un costado del vientre de Sebastián. No lo vio venir.

Herido y con una mancha roja arriba de la cintura cayó de rodillas en el piso de madera.

Enseguida saboreó la bota del avariento. De la patada fue a dar cerca de un tridente, Sergio fue hasta él con el puñal goteando en sangre con la idea de rematarlo pero Sebastián usó la herramienta de campo y la clavó en el pecho de su rival.

La noche caía; al reincorporarse vio a su esposa empapada y asustada al igual que a sus hijos.

Olían a petróleo

  • ¿Selena?, ¿qué te pasa?, ¿hijos, están bien?

En eso, apareció Tomás, él estaba detrás de ellos con un cigarro en la boca y una caja de cerillos.

  • Tomás, ¡gracias al Cielo que vienes, acaba de suceder una tragedia!
  • ¿Tragedia?, tragedia la que sus ojos están a punto de ver
  • ¿Qué?, por qué dices eso?, Tomás ayuda a mi familia, sácalos de aquí, no los involucres
  • Usted los involucró al meterse a cultivar en estas tierras
  • ¿Jamás ha visto más allá de sus cosechas?, pasando ese monte está la Cueva del Diablo y ella nos pertenece…
  • Le pertenecemos a Satán
  • Maldito loco, toma lo que quieras, nos largamos, ¡pero deja a mi familia en paz!
  • Demasiado tarde, se metió con uno de nosotros.
  • ¡Fue en defensa propia!
  • Lo lamento señor, ojo por ojo     

Prendió un fósforo lo apagó y lo tiró al suelo sin llama.

Él también estaba dentro.

También ardería con ellos, más no le importó.

Sin embargo, se llegó a un acuerdo, convenio que no respetó.

Mi vida a cambio de la de ellos.

Luego de que me atara a un árbol, vi cómo prendió fuego a nuestra casa, y dentro de ella: mi familia, lo mismo hizo con los maizales hasta no dejar nada vivo, y finalmente rematarme. No sé de dónde salió, pero todo el pueblo estaba presente.

Tenía los ojos rojos.

Tomás usó una navaja, me cortó las venas y me desangré luego de una salvaje golpiza.

Recuerdo haber visto a Nacho en mis últimos suspiros de vida, me cargaba en partes; olía a pasto quemado, a humedad, comencé a medio caminar y luego vi oscuridad.

Estaba resbaloso, parecía que pisaba lodo, se escuchaba ruidos extraños, perdí el conocimiento.

Esa noche Sebastián fue llevado a la Cueva del Diablo, justamente al escenario responsable de la muerte de su familia y sus parcelas, recostado junto a los espíritus de ultratumba para que lo revivieran en un ritual satánico en el subterráneo formado tras la erupción del Chichinautzin. Con dos kilómetros de profundidad, las lámparas de mano son insuficientes ante las tinieblas de esas cavernas.

Nacho usó el mal para hacer un bien.

Así el moribundo revivió, pero no en un hospital, sino en una sucursal del averno.

Nacho sabía lo que hacía. Lo tomó nuevamente del hombro y trató de sacar del lugar; aunque, la cueva se lo impidió. En una de las grutas, el fiel amigo quedó  sepultado por una montaña de gigantes rocas, mientras a Sebastián no le ocurrió nada.

Él fue designado como protector de la caverna. Por más intentos que hizo no pudo salir, ni tiempo tuvo para dedicarle duelo a su familia, así que surgió su venganza.

Los seguidores de Satán comenzaron a visitar “su santuario” y uno a uno fueron ejecutados, y con principal devoción a Tomás hasta eliminar a todos los fanáticos.

Desde entonces, se convirtió en guardián de la Cueva del Diablo, un refugio impenetrable al que hoy día sólo con visita controlada se puede acceder, y muy de vez en cuando pueden observarse algunas muñecas de trapo usadas para brujería.

Ahora que de Sebastián, el buen hombre, el hombre de campo, no ha vuelto a saberse nada, lo único que se conoce es que dentro de ese lugar de repente se escuchan llantos, lo cual aleja a los lugareños y visitantes desde aquel cruento 1968.

Por: Arnoldo Márquez

Foto Margarito Pérez

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *