Breviario del año de la pandemia, abril, 2020

                                                             

                                                          A Sergio Mastetta y a Víctor Reynoso, por los años de amistad que nos unen

  

Observo mis estados de ánimo como si no me pertenecieran, “no como fenómenos de mí, sino como fenómenos que ocurren en mí.” Eso me permite conjurar el melodrama mí.” Eso me permite conjurar el melodrama de toda confesión

                                                        

 A diferencia de muchos, el confinamiento ha significado para mí un remanso, un oasis; incluso, una aventura en el sentido que Simmel daba al término. Aunque sigo dando clases en línea de acuerdo a mis horarios habituales, he podido escapar a las presiones de productividad, eficiencia, “ex – posición”, que marcan hoy la vida académica y, me parece, están muy lejos de poder elevar realmente la calidad educativa, y sí en cambio, pasan por nuevas formas de autocontrol a través del mito del rendimiento.  Sin embargo, ni la educación ni la cultura pueden estar sometidas a la lógica de cualquier otra mercancía. Me pregunto, si la dificultad de la gente para estar consigo, para habitar el espacio de la intimidad, esa invención de Rousseau, se debe nada más a la falta de costumbre o,  por el contrario, vivimos un mundo lleno de ruido porque ya nos es imposible estar con nosotros mismos, o en una relación de tú a tú con los otros. Posiblemente, ese mundo dominado por el ruido, ese mundo donde todos sus dispositivos estén encaminados a la generación de ruido, sea a la vez la causa y el efecto de nuestras consecuentes crisis políticas y de una innegable transformación de la subjetividad.

Como los personajes de Boccaccio, en medio del caos y la epidemia, encuentro pequeños espacios para la alegría: la primera, relantizar la vida, leer más despacio, ver algunas de las películas que no pude ver a lo largo del año. Sobre todo, cocinar – no importa qué tan sencillo lo haga- o detenerme en una ventana a contemplar, sin prisa, un atardecer. Visito museos virtuales, oigo música durante la comida y la cena. Sí, me declaro un heredero de los estoicos y particularmente de Montaigne, con todos los tópicos renacentistas sobre el retiro y la soledad.

También he descubierto nuevas formas de solidaridad entre mis amigos: llamadas permanentes preguntando por mi estado de salud, ofrecimientos para realizar compras en mi lugar o acompañarme a realizar algún trámite de esos que el capitalismo no perdona pese a la dimensión de la tragedia que vivimos y de la cual no alcanzamos a ver su tamaño real. Desde luego, el vínculo más fuerte lo mantengo con mi hijo; pese a la distancia, hemos encontrado otra forma de proximidad. Nos cuidamos mutuamente, al grado de ya no saber si hemos intercambiado los papeles.

No creo que el mundo cambie después de esto, pero estoy seguro que algunos seres humanos sí lo haremos; encontraremos otras formas de acompañamiento para hacer de nuestro paso por la tierra algo menos agónico. Como género, no cambiaremos; como género, no nos ha cambiado ninguna guerra, ninguna epidemia, ninguna catástrofe y esta, tampoco tiene que hacernos mejores. Lo sé por la experiencia histórica que acumulo como un testamento. Ya lo dijo Ortega y Gasset, nuestra mayor amenaza ha sido la confianza.

“Mi madre, al engendrarme, me testó un siglo y no solo su sangre: dos guerras, los campos de concentración, una lengua perdida para siempre, el exilio. Nací a la edad de cien años… y un día” ( 1 )

Retomo un libro de aforismos interrumpido una y otra vez. Coso -y esa es la palabra exacta- el libro con textos escritos desde hace muchos años hasta los elaborados recientemente con una férrea disciplina.

Pese a ser un género que recorre distintas tradiciones literarias y en momentos se hace indistinguible de la poesía o se inserta subrepticiamente en la prosa, todavía hoy, el aforismo resulta de una extrema marginalidad y, en la mayoría de los casos, ocupa un lugar exiguo dentro de la obra total de los autores que lo practicaron. Posiblemente, el caso más extremo sea el de Lichtemberg, a diferencia de Schopenhahuer, Nietzsche, Cioran o Caraco… e Hipócrates, claro. Tal vez, esa posición se deba a su carácter anfibio, de testaferro, que mal presta sus servicios tanto a las obras de la razón como a las de nihilismo romántico (pienso en el periodo de la modernidad), o porque pareciera el punto de inflexión de la razón hacia el nihilismo. No es poco que Adorno encontrará en él la única posibilidad de expresión después de Auschwitz o que Benjamin alumbrara el drama de la historia y el progreso, desde esa iluminación profana que es el aforismo. El aforismo alumbra su objeto con un súbito rayo, gracias al cual el lado de sombra de ese objeto se mantiene.

Regreso al punto de partida, si es que hay punto de partida, si es que hay inicio, si es que alguna vez hubo principio o acaso, apenas se trate, nada más y nada menos, de un puro núcleo discursivo propio del mito para atraer un supuesto fin humano, contrarrestando el temor que nos provoca nuestra indigencia ontológica, nuestra fragilidad, nuestro errante paso por el mundo. Pero si no hay centro ni periferia, si vagamos por el universo sin destino, como apuntó Bruno, qué sería de todas nuestras construcciones, de todas las investiduras que hemos inventado para otorgarnos un lugar privilegiado en el mundo. Y ahora, son esas construcciones, esas mismas investiduras, las que han quedado en entredicho ante la pandemia

Son las 4 de la tarde del domingo 19 de abril. El sol cae a plomo. Me asomo a una de las ventanas de la casa; contemplo las jacarandas ondear sus banderas de luto. Más que de una ciudad adormilada por el sopor de la siesta, por el peso del aire caliente, parece que soy el único testigo de una ciudad habitada por fantasmas. Solo el piar de los pájaros, solo la respiración y el latido de la ciudad que parecen mantenerse más allá de nosotros, me otorgan un poco de tierra firme donde asentar los pasos.

Preparo un café, escribo, me esfuerzo en dar cuenta de aquello que de otro modo me devoraría. Lo que no logramos apalabrar, apuntaría Freud, es lo siniestro, o mejor, es siniestro lo que no logramos apalabrar.  Lo que más nos asusta, lo que más nos atemoriza de la pandemia es la insuficiencia de nuestros instrumentos, aún de nuestras metáforas, para integrar el fenómeno del COVID a una cadena significante: la eficacia simbólica a la que se refirió Levy Strauss. Y, aunque se trate de un lugar común, no por ello menos preciso, asistimos al perforamiento del registro simbólico por el Real, en la terminología lacaniana.

Paseo por los anaqueles de mi biblioteca, yo que también aprendí a mirar el mundo desde los libros, voy de Lucrecio, a Defoe, a Manzoni, a Camus; me desplazo de la literatura a la filosofía, a la historia, para encontrar las pistas que me ayuden a explicar la pandemia y no puedo encontrar por mí mismo. Me concentro en temas de biopolítica- de Foucault a Mbembe; me detengo, particularmente, en Esposito y el problema de la inmunidad. Reviso mis apuntes sobre El miedo en Occidente, de Delumeau, y sobre las obras de Sontag dedicadas a la enfermedad y sus metáforas. Pero posiblemente, nadie nos ayude mejor que Bergman y “El séptimo sello” a entender lo que nos ocurre, e incluso, hasta unas cuantas imágenes del “Nosferatu”, de Herzog

Me detengo abruptamente. Pese a la brevedad del texto, me ha costado un inmenso trabajo escribirlo; he pasado todo el día frente a la computadora para terminarlo hoy mismo. Concluyo enumerando algunos escenarios posibles que seguirán al estricto problema de salud. Soy pesimista. Contemplo un paisaje desolador que se avecina. Dudo mucho que, como sistema mundo, como proyecto civilizador, algo cambie. Caminamos hacia un desfiladero, como lo anunció Nietzsche hace más de un siglo y descreo en la posibilidad de detener esa marcha suicida. Por el contrario, vislumbro una creciente brecha, todavía más notoria de lo que hasta ahora ha sido, entre el desarrollo científico y tecnológico de la sociedad occidental y su impacto en el desarrollo moral de esa misma sociedad. Como Saturno, la modernidad capitalista no ha dejado de devorar a sus propios hijos. Pero también sé lo que ha significado para los hombres que nacimos después de la segunda mitad del S. XX renunciar a intentar cambiar el mundo. Nuestra renuncia a la utopía.

Vuelvo a Camus, La peste: no importa haber fracaso en la lucha contra la epidemia; si tuviera que emprenderla nuevamente lo haría otra vez.

Ahora, planteemos que nuestra única exigencia moral sea la de colocarnos en la dimensión del absurdo planteada por el autor de La caída y desde la caída, también, intentar cambiar la vida, la oportunidad de salvarnos junto al otro.

Apunto, a modo de resumen, los temores que me asedian, los temores que me han convertido en un sonámbulo:

  1. El vertiginoso aumento del desempleo a nivel mundial y con ello una creciente masa de hombres empobrecidos, al tiempo que una notable disminución del valor del trabajo y la aparición de nuevas formas de “flexibilización” laboral arrojando a millones de hombres a una vida cada vez más precaria.
  2. Un crecimiento exponencial de marginación y marginalidad con la consecuente fracturación social y aumento, cuantitativo y cualitativo, de la violencia.
  3. El fortalecimiento o aparición de nuevos liderazgos populistas acompañados de oleadas nacionalistas de corte xenófobo, estigmatizador y segregativo.
  4. La consolidación de un paradigma inmunológico que rija las formas de gobernanza y control de sociedades enteras
  5. El enraizamiento de prácticas religiosas subalternas de carácter redentorista que minen los procesos democráticos en nuestro continente, así como el eminente proceso de laicización de nuestras sociedades.
  6. La visualización del otro como un inminente agente de contagio, lo que redundará en nuestra ya frágil red societal
  7. Pero, sobre todo, y el más peligroso, la elección de nuestras propias sociedades a renunciar a la libertad y a la democracia a cambio de una mayor seguridad.

( 1) Aforismo del libro en marcha

                                          En algún lugar de Puebla, a 19 de abril de 2020

Por Juan Carlos Canales

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Juan Carlos Canales Fernández
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