Ascender, descender, volver…

 “La vida junta a las personas sin pedirles permiso”. Julia Navarro

No eran el cuarteto de Liverpool, ni los tres mosqueteros más uno, pero en algo, en poco, en mucho, a veces, se identificaban con ellos. Fueron amigos desde la infancia, el Pato, César, Droopy y yo. Quizá los lectores estarán de acuerdo conmigo, los verdaderos amigos son aquellos con los que compartiste el aula, el patio de recreo, el cuarto de castigo; aunque después cada uno tome su rumbo, por diferencias ideológicas, por experiencias de vida, porque…

Estaban en secundaria, el narrador había sido boy scout y disfrutaba mucho las excursiones. Soñaba con escalar el Telapón, a medio camino entre la ciudad de Puebla y la de México, como primer escalón antes de emprender el reto de conquistar el Popocatépetl. No le costó trabajo convencer a Droopy de acompañarlo, aunque él nunca había estado en un campamento.

Prepararon la tienda de campaña, un bidón de gasolina para asegurar que podrían encender una fogata (era agosto y el día 8 Droopy cumplía años, mes de lluvias), la mochila con armazón de aluminio, los víveres, el cuchillo y la navaja, las cuerdas, los platos y cubiertos de metal, la garrafa de agua… Tomaron el autobús de madrugada, se bajaron en Llano Grande e iniciaron el ascenso.

Penetrar en el bosque entre la bruma y los pinos, sobre las rocas y el musgo, fue como cruzar un espejo de viento hacia un instante y un mapa antiguos. Algunas ramas desnudas de los árboles se alzaban como dedos retorcidos. Reinaba el silencio, roto solo por el crujido ocasional de hojas secas bajo sus pies, pese a la humedad. Había sombras que parecían estar vivas, una sensación de tristeza comenzó a inquietar a ambos, como si algo invisible los observara desde la penumbra densa y vaporosa. Y luego vinieron la fatiga y el hambre. “No puedo más”- dijo Droopy. “Aguanta”- pidió su acompañante- “no me gusta la niebla. Más adelante se acaba el bosque y estaremos por encima de las nubes… bueno… eso creo”. La niebla, sin embargo, se disipó antes, cuando el sol se levantó cálido y eterno, y frente a ellos, quizá a una centena de metros vieron moverse formas humanas, un par de ellas con chalecos fosforescentes cargaba una camilla. La curiosidad pudo más que el hambre y la fatiga. Con gran esfuerzo trataron de alcanzarlos. “Es el piloto de una avioneta que se estrelló allá arriba”, les informó un hombre joven que se había rezagado.  “¿Está bien?… “Está muerto”, dijo el joven con frialdad. Y entonces el hambre y el cansancio se apoderaron de ellos. El que esto escribe se hincó para quitarse la mochila de la espalda y buscar comida. Droopy se sentó sobre el tronco rajado de un pino derribado ¿por el viento, por un rayo…? Y el silencio aplastado, mojado, los encerró en un armario lleno de pensamientos sombríos que ni el sol radiante pudo abrir y disipar. Después de comer un par de jitomates con limón y algunos cacahuates tostados continuaron el ascenso sin decir palabra. No tardaron mucho en encontrar los restos de la avioneta. Las alas se habían desprendido y la cabina estaba retorcida, había fragmentos esparcidos a un lado y a otro. Frente al volante, abajo del tablero de control había una pequeña libreta de anotaciones y una bolsita de cacahuates con gotas de sangre seca. Droopy sintió arcadas y con esfuerzo pudo evitar el vómito. En la libreta había una anotación: “comprar dulces para Mary” …  La nave se había estrellado contra la última hilera de árboles, antes de un terraplén de rocas. Faltaba enfrentar la parte más escarpada de la ruta. No eran más de doscientos metros, pero se requería de la agilidad de una cabra y el par de cabrones logró la meta.

A media tarde montaron la tienda de campaña en un tramo plano de la cumbre, juntaron leña y se acomodaron para comer unos sándwiches de atún. Desde donde se encontraban podían ver la ciudad de Puebla de un lado, la de México del otro, además de varios pueblos, la silueta del Popocatépetl y una parte del Iztaccíhuatl al frente. El cielo estaba despejado y el sol quemaba la piel con intensidad, pero el gusto les duró apenas un par de horas. Pronto los envolvió el atardecer y los alcanzó un viento fuerte y helado. Intentaron hacer una fogata, pero la leña estaba húmeda. Droopy arrojó gasolina desde el bidón sobre las ramas y algunas virutas ya encendidas lo que provocó un flamazo que se extendió hasta el recipiente de plástico. La ansiedad lo llevó a aventarlo. Cayó sobre la tienda de campaña extendiendo varias lenguas de fuego sobre ella, abriendo un par de hoyos pese a sus intentos de apagarlas con tierra. Aunque se refugiaron bajo la tela, envuelto el cuerpo con suéteres y chamarras, el frío se coló por los orificios y pronto se convirtió en agua helada. Sentados espalda contra espalda comenzaron a tiritar. No hay soledad más negra que la de una noche en la cima de una montaña, no hay tristeza más íntima que el reconocimiento de nuestra fragilidad. Comenzó a llover a cántaros. Pronto se dieron cuenta de la inutilidad de la tienda de campaña y del error de haberla instalado tan arriba, sin el apoyo y protección de los árboles. Decidieron bajar con la esperanza de combatir el frío moviendo el cuerpo. Con los dedos entumidos, chorreando agua por el pelo y la cara, recogieron sus cosas y G se dirigió al sendero por el que llegaron. “¡No!”, gritó Droopy, con angustia.

—¿Por qué no?… ¡qué te pasa!

—Por ahí está la avioneta.

—Sí, ¿y qué? Es la ruta que conocemos.

—No, yo no voy a pasar de noche por donde alguien murió.

—Mira, no sabemos si hay barrancas por el otro lado. Es muy arriesgado.

            Es fácil romantizar la amistad, pero no, no fue un gesto de fraternidad lo que llevó a G a ceder y arriesgar la vida de ambos. Tal vez se contagió de las aprehensiones de su compañero, quizá pensó que debían permanecer juntos por un dictado de honor, tal vez fue que en ese instante dejó de llover. Descendieron hacia lo desconocido. No tardaron mucho en llegar al bosque, desde las alturas podían verse algunas luces de vehículos circulando por la lejana autopista, pero los pinos no fueron tan clementes como parecían, sus agujas mojadas y muertas convirtieron el piso inclinado en resbaladillas. Una y otra vez se deslizaron ambos, dando tumbos, lastimándose con piedras y troncos, estrellándose contra montículos o cayendo en zanjas y grietas. Droopy se torció una rodilla y decidió rendirse. Despatarrados, se abrazaron. El frío los estaba matando, cada exhalación se oía temblorosa y angustiada como un llanto sordo. Tiritaban, los dientes castañeaban. Desesperados, quizá con furia, se frotaban las manos sobre los muslos. Droopy se apretaba también la rodilla lastimada. Sus gemidos se convirtieron en volutas, fantasmas transparentes que acompañaron a los espíritus del bosque. “Debemos seguir”, “hay que intentarlo”, “si nos quedamos aquí nos vamos a congelar” … no sé si fueron palabras compartidas o pensamientos sonoros; pero al final, abrazados, apoyándose mutuamente se pusieron en marcha. Era desconcertante perder los puntos de referencia, a ratos aparecían las luces de los automóviles, de pronto sólo había oscuridad al frente. Cuando parecía que bajaban se topaban con una elevación… Por fin, exhaustos, pusieron los pies sobre una vereda que parecía rodear la montaña. Todavía estaban por encima del nivel de la autopista, pero el sentido común les hizo continuar por ella. Cuando el sol salía llegaron a la carretera y pronto se subieron a un autobús. Los asientos fueron cama y consuelo. Los venció el sueño. Despertaron en la terminal. “No reconozco esta terminal”, dijo G. Salieron a la calle con sus pertenencias ajadas y caminaron unos pasos. “Estamos en San Martín, nos bajamos antes. Volvamos”. Alcanzaron el autobús, se subieron. Se volvieron a dormir. Soñaron que habían subido una montaña y habían visto un accidente de avioneta, que se habían perdido y finalmente tomaron el autobús de vuelta a casa. Despertaron en la terminal. Se bajaron, “esta no es la estación que conozco”… Y ahí siguen, perdidos…

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Günter Petrak
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