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El primer derecho del hombre en una sociedad civilizada es el de estar protegido contra las consecuencias de su propia necedad
Edmundo Burke

La historia de Roma es la historia del mundo, solía decir Napoleón. Un tema es recurrente: sus decadencias y sus causas. En la novela Las columnas de hierro, Taylor Caldwell narra la vida del filósofo-político Cicerón. En sus discursos conocidos como “Catilinarias”, señala las razones del fin de la República romana: demagogia, populismo, descomposición moral de la política. Bruto, proveniente de una estirpe de demócratas, con sus colegas senadores, asesina a Julio César al percibir sus ambiciones de convertirse en emperador. Esto finalmente aconteció con Augusto, quien gobernó por 41 años. Episodio similar se dio en el año 180 de nuestra era. Marco Aurelio, reconocido por su gran sabiduría, fue sucedido por su hijo Cómodo, quien, con graves carencias de toda índole, provocó una profunda crisis después de un periodo de varios buenos gobernantes. En escaso tiempo se perdió la pax romana.

Doy un salto de varios siglos. La segunda República francesa (1848-1852) termina con el golpe de Estado propinado por Napoleón III. Raymond Aron estudia el fracaso del incipiente gobierno parlamentario. Marx lo atribuye a las contradicciones internas, Comte al haber imitado la Asamblea inglesa. Tocqueville, pragmático y conocedor de la condición humana, señala las fallas de los hombres en el poder.

Contra mi costumbre de no leer dos veces un libro, acabo de hacerlo con un texto de gran actualidad: Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, de Mauricio Joly (1864), “exhumado” en 1948. En México causó revuelo en la época de Luis Echeverría.

Hoy, cuando abundan los pronósticos sobre qué sucederá después de la pandemia, esta obra nos ilustra, al presentar el dilema entre las ideas sustentadas por esos dos gigantes del análisis político: Montesquieu defendiendo las leyes, las instituciones y la separación de poderes, y Maquiavelo con su frío realismo, quien, según Joly, condena a los “más grandes espíritus de adueñarse de la ilusión de los sistemas” y lanza la siguiente profecía: “En poco tiempo el desorden reinará por doquier; inagotables retóricas convertirán las asambleas deliberativas en torneos oratorios; periodistas audaces y desenfrenados atacarán diariamente al soberano y a los altos funcionarios”. Montesquieu reconoce que él se detiene en sus reflexiones en 1847, confiado en que posteriormente se irían consolidando sus optimistas vaticinios de que los hombres ejercerían el poder dentro de los cauces legales y respetando las instituciones. Maquiavelo le muestra a su nación, Francia, en 1864 con Napoleón III en el gobierno concentrando el poder y actuando con arbitrariedad y demagogia. El florentino presume su acierto en el conocimiento de la realidad y, sobretodo, su marcado escepticismo de la condición humana para conducirse conforme a principios éticos.

El debate persiste en todas partes. El gobernante es y seguirá siendo peligroso, desconfiable, impredecible. Siguiendo con mi arraigada recurrencia a las citas, acudo al Conde Ciano, yerno de Mussolini y su ministro de Asuntos Exteriores: “Empujar a Mussolini es cosa fácil, lo difícil es hacerlo retroceder”.

En los próximos meses se confirmará en varias naciones que pasar del gobierno de hombres al gobierno de leyes e instituciones es algo más que bella teoría. Exige cultura, calidad ciudadana, hombres y mujeres responsables en los tres órganos de poder del Estado, que es uno, con sus también tres órdenes de gobierno. La tarea se decanta con claridad: mejorar el quehacer político.

En nuestro caso, hay notorias deficiencias en Seguridad, Salud, Economía, Educación, por solo mencionar las tareas esenciales. Se habla no tan solo de un año o de un sexenio, sino de una década perdida. La lección de la historia exige calidad humana para ejercer el poder. Menudo desafío.

Por: Juan José Rodríguez Prats

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