A Moncho, quien me enseñó el más profundo amor fraterno.
Alejandra Fonseca
Parece que regreso de una borrachera con las vívidas memorias que sangran y queman la resaca espantosa del intento de olvido de lo que no desaparece. Loca mi mente que no centra atención, enterró la emoción y el sentimiento de cómo era tu compañía al tomarme de la mano y decías: “Quédate quietecita”, y escuchar, escuchar juntos, siempre juntos, ese maravilloso disco que te regaló papá, el primero de los Beatles.
Eras un niño grande, el mayor; yo era una bebé, la menor que, agarrada de tu mano siempre te seguía a donde tú dirigías, dejándome llevar, acompañándote a todos lados, sin saber ser sombra, sólo luz, operando ranas, pescando mayates que, amarrados con un hilo, volaban.
Me enseñaste a guardar secretos, a querer a quien los confía, a compartir por igual con los diferentes, a guardar el equilibrio en la bici o patines. Me diste valor para enfrentar a los traidores, a los cobardes, a los tibios, y a querer a todos los que quisieran jugar.
Investigamos en los jardines las maravillas de la naturaleza; seguimos los pasos de las hormiguitas; buscamos arañas, víboras, flores y raíces; guardamos tesoros en frascos; creamos escondites; bebimos rompope tras la barra de la cantina; nos escondimos bajo las sábanas, con linterna, para descubrir a los fantasmas.
Contigo aprendí la igualdad y la diferencia: iguales en vida y amor, diferentes como niño y niña. Pero siempre fuimos sólo iguales porque ser diferentes era ser iguales. “Es mi hermanita”, decías a los demás, y me aceptaban entre niños a jugar canicas pero no me dejaban jugar tamaladas.
Y un día saliste, sin mí, en tu bici con tus amigos más grandes y me quedé jugando en el jardín hasta que uno de ellos llegó a decirme que te habían atropellado. Corrí a ver donde dijeron que estabas tirado y, al abrirme paso entre la gente una mano me detuvo, y me regresé a la casa esperando que te levantaras y me buscaras en alguno de nuestros escondites.
Pero ya no te vi. No estabas ni en tu cama, ni en el baño, ni en el jardín. La música de los Beatles dejó de sonar en la sala. Ya no regresaste. Y siempre te esperé. En mis borracheras espirituales de búsqueda durante tanto tiempo, que no eran horas, ni días, ni años, sino tiempo, te encontré en nuestra dimensión. Fuimos excluidos, Moncho, tú al irte y yo al quedarme. Buscándote, hablando de ti, peleando tu presencia. Pero a todos hería tu ausencia y mi búsqueda.
Ayer vi la foto de cuando niños, sentaditos y arreglados, eché a perder la pose rígida y acartonada, al levantarme y darte el besito con abrazo, que no fue indicado. Verla me devolvió la certeza interior de quién soy. De qué hago aquí. Mirarte y recordarte tangiblemente, hizo que, hoy, que es el día de los muertos accidentados, traiga esta flor para ti.
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