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El nuevo liberalismo tiene que mirar tanto hacia atrás como hacia adelante, pero también hacia fuera y hacia adentro.
Timothy Garton Ash

La decisión de cancelar el proyecto
del NAICM ha sido costosísima. La caída del desarrollo económico en 2019 se debe a ese aberrante capricho. Las nefastas consecuencias habrán de percibirse aún más con el paso de los años.

Otro asunto de magnitud similar es la obcecación del presidente López Obrador de rescatar a Pemex al precio que sea. Su “mantra” es unívoco: “Pemex es una empresa de la nación y siempre contará con el apoyo del gobierno”. Mientras esta consigna prevalezca, no será posible imprimirle objetividad a una política económica racional.

Un hecho es irrefutable: las pérdidas de la paraestatal en dos años y medio del actual gobierno son el doble del respaldo que el gobierno ha otorgado al sistema financiero y bancario a partir de 1995 (FOBAPROA). Con una diferencia: con esta decisión se evitó, como lo prueba el desarrollo sostenido por muchos años, una crisis. En el caso de Pemex, bautizada paradójicamente como productiva, los cuantiosos recursos inyectados van a la par con sus pérdidas en todos los rubros, inclusive en el aumento de los precios de los combustibles.

La más reciente medida de reducir la producción originalmente proyectada a dos millones de barriles de petróleo diarios es el reconocimiento del fracaso. Pretender ocultarlo argumentando que son reservas para las próximas generaciones es una descomunal mentira. Ahora resulta que se va a extraer cuando los combustibles fósiles ya no tengan ningún valor.

Eduardo Suárez Aranzolo, funcionario público de reconocida solvencia, secretario de Hacienda de Lázaro Cárdenas y Ávila Camacho, afirmaba que la expropiación petrolera fue para poner fin a un conflicto obrero patronal, no como una medida de desarrollo económico ni como objetivo de un proyecto de gobierno. Desde su creación, muchos advirtieron el mal manejo de Pemex. Dos mexicanos de ideologías diferentes lo señalaron: Jesús Silva Herzog y Manuel Gómez Morin. Con excepción del periodo de López Portillo, como consecuencia de los descubrimientos del sureste, que provocó un brutal endeudamiento, la paraestatal siempre ha sido una pesada carga para el Estado por su corrupción, su gigantesca burocracia, su errática dirección, la imprecisión de sus fines y metas y su cada vez más abismal rezago tecnológico. Sus refinerías, con excepción de la que opera en sociedad con empresas extranjeras en Houston, arrojan pérdidas enormes y producen el combustible más contaminante del planeta. Vaya, ni siquiera es capaz de reducir el robo en sus ductos e instalaciones.

Jonathan Heath, subgobernador del Banco de México a propuesta del actual presidente, dijo sin ambages: “Pemex es un dolor de cabeza que se puede convertir en un tumor maligno cuya metástasis puede ocasionar la debacle económica del país”. Sus palabras cada día se ven respaldadas por los hechos.

Hay que depurar el debate de la política del sector energía. Es uno de los temas más relevantes del siglo XXI. En nuestro caso, siempre se habló de soberanía e independencia y hoy, como nunca, somos altamente vulnerables. Son ya rutinarias las noticias sobre los apoyos que el gobierno otorga, disminuyendo su carga fiscal, absorbiendo montos de su deuda cada vez mayores, renegociando con proveedores y contratistas… Es lo mismo que han hecho gobiernos anteriores, una historia de nunca acabar. Continuar haciendo lo mismo es perseverar en la equivocación.

Se requiere valentía y honestidad para asumir una decisión a la altura de un gran estadista: reducir Pemex a lo estrictamente necesario y rentable. Cerrar las seis refinerías. Obviamente, cancelar Dos Bocas. Atraer capital privado que, evidentemente, quiere hacer negocios, lo cual es siempre preferible a que continúe disminuyendo el presupuesto de programas prioritarios. Es una decisión tan patriótica como la que tomó Lázaro Cárdenas en 1938.

Por: Juan José Rodríguez Prats

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