A mí me decepcionó descubrir cuán prosaico resultaba el ejercicio del poder
Roberto Ampuero
Para entender al viejo PRI, me remito a algunos testimonios. José Manuel Puig Cassauranc (quien le escribía los discursos a Plutarco Elías Calles) dice en sus memorias: “Un sistema transitorio que se alargó por culpa de todos”. En el mismo sentido, Luis Cabrera lo consideraba una solución perentoria, en respuesta a una situación de emergencia. No era un auténtico partido conformado por ciudadanos independientes organizados en torno a principios ideológicos para acceder al poder. En un acuerdo entre las elites emanadas de la Revolución, militares y políticos, convocados por el presidente, se fijaron reglas claras para, en la estabilidad y superando las anteriores revueltas, se transmitían los cargos de elección popular.
El sistema político engendrado desde el Estado fue un mecanismo al que le dio fuerza institucional el presidente Lázaro Cárdenas, creando el Partido de la Revolución Mexicana con sus sectores. Y al liberarse de la influencia de su antecesor, consolidó el régimen presidencial, que se orientaba por reglas no escritas, pero acatadas con disciplina. Adolfo Ruiz Cortines lo definió con crudeza: “El PRI es un traje a la medida del pueblo de México”. En otras palabras, no somos un pueblo apto para la democracia.
Continuó prevaleciendo la mentalidad porfirista: los mexicanos son incapaces de gobernarse a sí mismos, necesitan de un padre benévolo que los guíe. México vivió algunas décadas con desarrollo económico y con una fachada de Estado de derecho. Evidentemente, acuñó una cultura política muy simple: para tomar decisiones es necesario descifrar las consignas de los gobernantes.
Ese sistema político tuvo una endeble legitimidad de origen, reconocida por el propio gobierno y la sociedad. Obvio, el sistema se agotó. Le hizo un último servicio al país al iniciar y llevar a cabo una transición a la democracia. Difícil y ardua tarea nunca concluida.
Ahora relato dos anécdotas. Al inicio de 2012, el presidente Felipe Calderón tuvo la corazonada de que Isabel Miranda de Wallace sería una buena candidata al gobierno del Distrito Federal. Al más viejo y rancio estilo, le comunicó su decisión al presidente del PAN, Gustavo Madero, quien transmitió la consigna a dos aspirantes con méritos propios y dispuestos a participar en un proceso de elección interna: Demetrio Sodi y José Luis Luege. El primero había hecho una buena campaña seis años antes y el segundo tenía una larga trayectoria en el partido que lo acreditaba ampliamente. A regañadientes, los dos acataron la instrucción presidencial.
Como capacitador en la Fundación Preciado, tuve una reunión (pospuesta varias veces) con la candidata. Al exponer las líneas discursivas panistas, le sugerí que no declarara su rechazo a la política, pues aspiraba a un cargo de esa indudable naturaleza, y que manifestara su gratitud y reconocimiento a los panistas por su postulación. Su respuesta fue: “Mis asesores me han dicho que lo más conveniente es insistir en que la política es sucia y presentarme como una ciudadana confiable. Yo no tengo que agradecerle nada al PAN. A mí me ofrecieron la candidatura”. La señora quedó en tercer lugar y declaró que los panistas la habían traicionado.
Hace algunos meses, en una reunión con panistas, Alejandra Moran, quien está al frente de un movimiento social de confrontación con el actual gobierno, arremetió contra los partidos y los políticos. Le respondí que, siendo militante de un partido, yo no me consideraba ciudadano de segunda y, si tenía pruebas de algún acto deshonesto mío, que lo denunciara. Se disculpó y quedamos en buenos términos.
Todo lo anterior viene a cuento porque estoy convencido de que el fracaso de nuestra transición es cultural. En tanto no superemos el atavismo del partido hegemónico y no reconciliemos a la ciudadanía con la política y los partidos, el sueño de un país democrático seguirá postergándose.
Por: Juan José Rodríguez Prats