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Hace varias semanas los mexicanos asistimos atónitos a una -de tantas- invasiones entre los Poderes Constituidos por nuestra máxima ley y es que, con disfraz de una renovación que se tildó de necesaria para el Poder Judicial, se coló dentro de los artículos transitorios una extensión en el periodo de presidencia de quien hoy ostenta tal cargo.

Las críticas no se hicieron esperar, la controversia empezó a llenar los titulares de la prensa, a discusión se retomó en los espacios académicos, el debate no solamente alcanzó a juristas, especialistas en política o sociología sino que alcanzó a la ciudadanía en general.

Sin duda alguna la sensación de impunidad y de falta de justicia en nuestro País, se corresponde con las cifras. De acuerdo a Transparencia Internacional, que publica el Índice de Percepción de la Corrupción anualmente, la República Mexicana tiene una puntuación de 31 puntos de una escala de 100, siendo los países más corruptos los que más se alejan de esa cifra. Muestran ascensos muy destacados Armenia con 7 lugares y Maldivas con 14. Es importante recordar que la mayoría de los países se mantienen en su posición o sus cifras reflejan ascensos o descensos de uno, dos o tres sitios; entre ellos México que logró subir dos peldaños en el ranking. Nos encontramos en el lugar 124 de 179 países, al lado de Bolivia, Kenia, Kirguistán y Pakistán, muy por debajo de otros miembros de América Latina como Perú y Brasil (94), Ecuador y Colombia (92), Argentina (78) y Costa Rica (42).  Nos encontramos a 57 puntos del país considerado como menos corrupto y a 19 del catalogado como más corrupto; es evidente: estamos tres veces más cerca del extremo clasificado como de mayor corrupción.

Igual de desolador es el resultado sobre la evaluación del Estado de Derecho que realiza World Justice Proyect. Este índice se integra por distintos factores: límites al poder gubernamental, ausencia de corrupción, gobierno abierto, derechos fundamentales, orden y seguridad, cumplimiento regulatorio, justicia civil y justicia penal. El ranking se elabora respecto de 128 países, en el que Dinamarca ocupa el primer sitio y México un deshonroso lugar 104 por debajo de casi la totalidad de los países latinoamericanos excepto Honduras, Bolivia y Venezuela.

Remata esta trágica escena el resultado del Índice Global de Impunidad elaborado por la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP). Del análisis de 69 países se establecen categorías sobre impunidad: muy baja, baja, media, media alta y muy alta. México ocupa el lugar 60 de la totalidad de países analizados y se considera con un índice “muy alto” de impunidad, muy lejos de Costa Rica, Panamá, Colombia y Chile considerados todos con índice de impunidad media, también atrás de Ecuador y Perú con índice de impunidad media alta y solamente por encima de Honduras. Dentro de las reflexiones que realizan los expertos que construyen este índice se urge a México para tomar medidas para reducir la impunidad.

Dadas estas circunstancias, cabría esperar que una reforma estructural del Poder Judicial tenga buena acogida; sin embargo, hay varios aspectos que han causado recelo e indignación y no es para menos. Efectivamente el panorama en México no es precisamente esperanzador. La debilidad institucional, la falta de articulación en los programas y políticas públicas, la corrupción voraz que ha carcomido parte del sector público y del privado, la desigualdad, la pobreza parecen habernos orillado al borde del precipicio. Las circunstancias son alarmantes y parecen obligarnos a buscar remontarlas a cualquier precio. Se anuncian cambios estructurales, transformaciones milagrosas, reformas de las reformas, decisiones que evidencias la alta tolerancia al incumplimiento de la ley, que hemos desarrollado y consolidado a lo largo de los años.

Para que exista un verdadero equilibrio de Poderes, se requiere respeto y soberanía entre ellos y en el caso de la reforma al Poder Judicial parece más bien existir una complicidad entre su Presidente y el Jefe del Ejecutivo. El escudo para quien preside la Suprema Corte de Justicia no puede llamarse normalidad democrática, pues ésta solo existe si se fomenta el imperio de la ley más allá de partidos políticos, coyunturas históricas o arrebatos de heroísmo. Tampoco la bandera del combate a la corrupción puede servir para saltarse la ley; el único camino posible para enfrentar este fenómeno que se ha instalado tan cómodamente en la vida cotidiana es precisamente el de las reglas claras. No podemos fomentar la idea de que una persona es garante de la legalidad o es dueña de la verdad absoluta. El único escudo posible para quien gobierna y para el ciudadano, es el amparo de la ley.

Efectivamente hace falta reformar, pero no solo a las instituciones. Nos hace falta como mexicanos recordar el valor del trabajo, el respeto y la responsabilidad. Urge que nos quitemos la idea falsa de que el único amo de nuestras vidas es el poder y el dinero. Necesitamos respetar la ley y estar dispuestos a ponernos a la altura de esa renovada Suprema Corte de Justicia. Esta tarea nos atañe a todos. Establecer la meritocracia como requisito para el acceso a la carrera judicial me parece un primer paso. La consolidación de una Escuela Judicial, un nuevo sistema de jurisprudencia revolucionado, oposiciones para acceder al Poder Judicial, una defensoría pública integrada por personas con sólidos conocimientos jurídicos y con vocación por el desempeño de su función, la creación de Tribunales de Apelación y la edificación de una Corte con matices de Tribunal Constitucional son elementos muy valiosos, que se demeritan si están  basadas en arbitrariedades como la extensión del mandato para presidir nuestro más alto Tribunal o de extender el periodo de ejercicio de la magistratura de otros integrantes de la Suprema Corte.

Me parece de vital importancia y actualidad la reforma que traza la edificación de un Poder Judicial sólido; aunque no podemos perder de vista que, a pesar de que el proyecto se hace acompañar de las modificaciones correspondientes a nivel orgánico y para respaldar las figuras de nueva creación, en ningún sitio se habla de la previsión presupuestaria o de los recursos materiales y humanos con los que se piensa operar esta reforma. Por otro lado –y si de verdad se trata de una brillante propuesta– el éxito de su implementación no debe recargarse en la espalda de una persona; el argumento de que el único capaz de llevar a cabo la modificación que el Poder Judicial necesita es quien hoy lo preside despierta la duda y la sospecha de la calidad de la iniciativa. Las instituciones sólidas no tienen destinatarios con caras, nombres, apellidos o ejercicio de cargos, están pensadas para albergar a cualquier persona capaz de integrarlas, eso sí es normalidad democrática: aquella que se extiende a cualquiera sin importar su género, religión o adhesión política, esa que le permite la libre expresión y no los artículos transitorios hechos a modo o los silencios cómplices disfrazados de prudencia o de heroicidad.

Por: María Graciela Pahul Robredo

gpahulr@gmail.com

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