El macrocrimen del huachicol fiscal representa algo mucho más grave que un esquema de corrupción: es la presunta transformación del Estado en un actor del crimen organizado.
octubre 09, 2025 | 1:30 hrs
El huachicol fiscal es, sin duda, uno de los temas más importantes que tenemos enfrente en México, no solamente hoy, sino en los últimos años. Recientemente se ha revelado un crimen —un macrocrimen— que involucra a las más altas esferas del poder, incluyendo al expresidente López Obrador, así como a decenas de empresas, personas e instituciones que han sido penetradas por el crimen organizado.
En este caso, todo parece indicar que la operación fue orquestada desde el propio Estado. Esto es inédito: no existe en la historia de México un antecedente comparable.
El huachicol fiscal consiste en el contrabando de diésel y gasolina que evitó el pago del Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS), que ronda entre 3.50 y 4 pesos por litro.
Los responsables de este contrabando no pagaron ni el IEPS ni el IVA; por lo tanto, estamos hablando de una evasión fiscal gigantesca. Solo por concepto del IEPS, se calcula un monto de 554 mil millones de pesos del contrabando de estos combustibles.
Esta cifra es tan grande que es el doble del costo que habría tenido el Nuevo Aeropuerto de Texcoco (unos 260 mil millones de pesos), supera el de la refinería de Dos Bocas (unos 360 mil millones) o el de la construcción de cientos de hospitales. Estamos, pues, ante una magnitud económica sin precedente.
El problema no es nuevo ni desconocido para las autoridades. De hecho, en el debate presidencial, Xóchitl Gálvez lo develó ante sus contrincantes y frente a las cámaras de televisión, y de millones de personas que vimos el debate.
En esa ocasión, con una sonrisa que parece de sorna, replicó la ahora presidenta que eran “palabrerías”. Más adelante, organizaciones como Signos Vitales también habían advertido de un fuerte contrabando de gasolina y diésel: desde hace tres años se estimaba que el 30% del mercado nacional de hidrocarburos era ilegal.
En la mesa de Alfredo Figueroa en el programa de Carmen Aristegui del 1 de octubre pasado, Guadalupe Acosta Naranjo mostró y le dejó a Carmen Aristegui una copia de un documento que el exgobernador de Tamaulipas, Francisco García Cabeza de Vaca, entregó en mano al presidente Andrés Manuel López Obrador.
En ese oficio solicitaba apoyo para perseguir a los delincuentes involucrados en este delito, con nombres y apellidos. Esa petición no solo fue ignorada, sino que además se atacó a quien promovía la investigación desde Tamaulipas. El propio exgobernador Cabeza de Vaca fue objeto de persecución política.
La trama, tal como se presentó en el programa de Aristegui, muestra con claridad el manejo de este esquema desde el sexenio pasado y su continuidad en el actual.
El gobierno encabezado por la presidenta Claudia Sheinbaum también aparece comprometido. No solo por continuidad institucional, sino porque varios de sus principales colaboradores —como Rosa Icela Rodríguez, actual secretaria de Gobernación y exsecretaria de Seguridad en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador— formaban parte del Gabinete de Seguridad y del mismo equipo de gobierno cuando estos hechos ocurrieron.
Hoy, quienes entonces callaron o participaron en la omisión y ocultamiento de este crimen se presentan como los encargados de investigar los delitos que antes ignoraron y consintieron.
Este macrocrimen representa algo mucho más grave que un esquema de corrupción: es la presunta transformación del Estado en un actor del crimen organizado, aliado con redes delictivas y con ciertos sectores de las Fuerzas Armadas, particularmente la Marina.
Es un Estado que es capaz de corromper y aliarse con decenas de individuos, funcionarios públicos, empresas y entidades públicas para operar este crimen. Guillermo Valdés (Letras Libres, “Huachicol: ¿va en serio?”, 18 de septiembre de 2025) desmenuza con detalle lo que implicó esta operación en términos de alcance de mandos públicos, individuos involucrados y mandos de diversos niveles.
Es apabullante y evidencia el nivel de poder político y organización necesaria para llevarlo a cabo. Es una MACROOPERACIÓN.
La cantidad de dinero involucrada es tan grande que resulta imposible ocultar. Si se hubiera gastado en obras públicas, sería imposible desaparecerlas: carreteras, hospitales, escuelas, universidades, puertos y un largo etcétera.
Entonces, ¿en dónde quedó todo ese dinero? Parte estará en cuentas personales de decenas de involucrados o de bienes que hayan adquirido, pero aun así sería notorio. Más bien, como también existe evidencia, todo indica que una parte importante de esos recursos se utilizó para financiar los procesos electorales de 2021 a 2024.
El resultado no solo fue un enorme daño al erario que afecta a todos los mexicanos, una distorsión en el mercado energético, sino un uso político de los recursos que, en última instancia, ha contribuido y presuntamente financiado el debilitamiento de las instituciones democráticas.
Sí, lo más grave es que este crimen ha permitido financiar el avance de un régimen autoritario y la destrucción de la autonomía de los poderes públicos, incluyendo el Poder Judicial, las autoridades electorales y los órganos constitucionales autónomos.
Por todo ello, es fundamental subrayar que estamos ante un hecho de máxima gravedad, que debería despertar la indignación de todos los mexicanos.
México no merece ser rehén del crimen organizado ni de un régimen que se comporta como su cómplice, o que se convirtió en protagonista.