Tenía varios años de viuda y hace meses se juntó con un hombre que le presento su hija ya que éste, amigo de la joven, le preguntó si conocía a una mujer que valiera la pena, y la chamaca respondió: “¡Sí, mi mamá!” Los presentó, se gustaron, se entendieron y unos meses después se fueron a vivir juntos.
El hombre es muy simpático y tiene labia. A cualquiera seduciría con su gracia. Ha tenido muchas andanzas y amores, pero no ha encontrado “la buena” y desea que ésta lo sea.
Ella no es mujer de andar buscando compañía. Al morir su marido se puso a trabajar para sacar adelante a sus hijos; nunca la escuchabas quejarse de lo que le tocó vivir y tampoco esperaba otro amor, pero no contaba con la intervención de su hija para encontrarle pareja.
Se ve enamorada y le está echando toda la carne al asador para formar una relación estable; dejó ir el sufrimiento y tomó la oportunidad que la vida le presentó. Comenta: “La soledad es cabrona”.
En cualquier relación, a cualquier edad, toma tiempo conocerse y adaptarse, y ella es sabia para encontrar el momento adecuado y aclarar percepciones; todos traemos vicios de personalidad, de carácter y de preferencias para una buena convivencia, sobre todo cuando somos adultos iniciando una relación nueva.
El hombre, simpático y risueño, tiene sus lados oscuros, como todos. Pero ella tiene una claridad mental que deslumbra para comprender, actuar y sacar lo mejor de la otra persona.
Un día le pregunté cómo le hacía. Su respuesta fue sencilla pero profunda: “No dejé que la amargura me embargara por lo que me pasaba y no entendía; hay cosas que pasan que parecen no tener sentido en la superficie pero obtuve entendimiento y sabiduría porque no desperdicié el dolor.”
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