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El perdón. Una aproximación en conflicto

Las primeras palabras que la nodriza del hijo de un rey  debe

enseñarle son: yo perdono

W. Shakespeare

Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única

venganza y el único perdón  

J. L. Borges

A lo largo de la modernidad, varios factores han incidido para que tanto los problemas morales, como la teorización sobre ellos, hayan sufrido un declive dentro de nuestros saberes; al hablar de nuestros saberes me refiero tanto a los del sentido común, como a los pertenecientes a la reflexión sistemática y, todavía más, a los que se mueven en ese “punto medio” entre unos y otro.

En el presente artículo, no distinguiré entre moral y ética, utilizando ambas de modo equivalente, aunque su especificidad, en un primer acercamiento, estriba en que la primera se aproxima más al ámbito de la afectividad y del universo personal, que no de la intimidad y de la privacidad, por la simple razón de que la moralidad plantea un vínculo tan frágil como insoslayable con los otros, al tiempo que se sostiene en la frontera entre el amor y la philia politikê aristotélica, ofreciéndose como una respuesta de carácter valorativo frente a una situación concreta. Pero cuidado, no es el amor, como lo pretende el catolicismo, el parangón de la moralidad, por ser ese la dimensión más apolítica de la condición humana. También, podríamos inscribir la moral en el orden de lo que Ortega y Gasset entendió como “creencia”. La ética, por su parte, y al menos desde Kant y su idea de Ilustración, apela a los acuerdos racionales de la esfera pública y su articulación a la ley y, por otra parte, a la problematización de los mismos en la razón práctica.

De suerte, la ética se sostiene en el contrato social, asegurando un mínimo de equilibrio de cara a los elementos que amenazan a la propia sociedad; en la ética es imprescriptible la relación de medios y fines.  En la moral, no hay otro fin que el hombre mismo y la libertad, sin que éstas se inscriba en  trascendentalidad alguna: Dios, la Historia, o el Estado.

Esta primera tentativa de demarcación entre la moral y la ética, que alcanza en Hegel el punto de inflexión más importante de Occidente a través de la hipostación del Estado como totalidad ética, no agota el problema, ni lo exime de una permanente revisión. Pero hay que señalar, además, tanto la imposibilidad de hablar, hoy día, de una sola problemática moral,  como de la confusión entre contractualismo y moral; señalamiento que apunta a evitar la frecuente confusión y abuso de los términos a la hora de discutir temas como los del aborto, la legalización de las drogas o la libertad sexual.

A este respecto, es imposible encontrar un fundamento moral en el empirismo, como pretende cierto liberalismo, así como inútil, hoy, querer abordar los problemas  morales desde un  absoluto religioso. Pero ello no implica la renuncia a encontrar, como señalara Camus, determinadas normas de conducta en el mundo contemporáneo.

Sin duda, es el subjetivismo, como correlato o resorte de la modernidad, dependiendo de la postura teórica que se defienda, el principal factor desencadenante del proceso de  relativización- propio de la modernidad- 

de todo valor o norma de conducta, hasta desembocar en la condición nihilista y en la atomización del individuo, propios del mundo contemporáneo. Como el reverso de la cultura moderna, el nihilismo es la señal más obvia de la incapacidad del hombre para ponderar unos valores sobre otros en un mundo que, sostenido por el mercado, y la lógica de las tecnologías comunicacionales, lo iguala todo.

La idea de la crisis de la cultura debe ser entendida, en rigor, como el colapso de los mecanismos que permiten la distinción, diferenciación, jerarquización y singularización de las acciones humanas y sus productos.

Hoy día, somos testigos de algo más que un mundo líquido, a decir de Bauman; asistimos a un mundo que se gasifica vertiginosamente y en el que la mundaneidad de las cosas, por la cual nos separamos y nos acercamos a esa otredad que constituye la esencia del mundo, desaparece para dar paso a otro, sin límites precisos, en el que, por paradójico que parezca, la excesiva proximidad a todo, nos aleja, también,  más y más de todo. Como causa o consecuencia de esa pérdida de límites corre soterrada o explicita la mayor amenaza para la propia condición humana: la idea de que todo es posible.

Recusados a pensar de otra forma que no sea la de la ciencia y su inherente carácter de violencia contra la naturaleza, o el de el mundo del trabajo que tasa toda actividad humana por la lógica de medios y fines y la relación de eficiencia y eficacia que los determina, el universo valorativo queda marginado de nuestro horizonte de sentido.

La ciencia, en nombre de su propio desarrollo, y que como la tecnología, parece caminar, cada vez más al margen de lo humano, cancela toda consideración que no se sujete a ese principio y al de su dudoso afán de encontrar un mundo sin fracturas entre el orden humano y el natural.

La creciente mediación entre decisión y acción, elección y consecuencia, y la fragmentación de todo proceso humano, provocadas tanto por las tecnologías comunicativas, como por un creciente proceso de burocratización extendido a toda actividad humana, hacen imposible la más básica idea de una ética de la responsabilidad, entendida ésta no desde el parámetro exclusivo del deber ser, sino desde el preámbulo más básico de la intersubjetividad.

No es menos importante para la nihilización del mundo contemporáneo el papel que han jugado las ideologías políticas modernas, al descargar al individuo de la problemática moral concreta para trasladarla- o desaparecerla-  en  la totalidad ética del Estado, o en el conjunto de abstracciones como la clase o la raza que la sostienen.

Nuestro “cansancio”, como calificara Husserl la condición actual del hombre,  en la famosa conferencia de 1935, hace converger  dos fuentes ideológicas próximas pero distintas: la de la pasión revolucionaria que sostiene a los grandes aparatos ideológicos del siglo XIX, y la de la ciencia y la razón como sustrato de las ideologías del siglo pasado. La mezcolanza de una y otra desembocan en el spleen o ennui como el signo más visible de nuestro tiempo. Como es sabido, el concepto de spleen fue universalizado por Baudelaire y el de ennui utilizado, particularmente, por Chateaubriand, aunque su uso se remonta a Pascal. En los casos de Baudelaire y Chateaubriand, su significado es sinónimo de aburrimiento, pero desdoblándose en las dos principales figuras del nihilismo: el pasivo y el activo, saltando uno y otro de las esferas filosófica y literaria a las de la política y la sociedad en su conjunto. Antes que el aburrimiento, la violencia, exclamaba Chateaubriand, y ese grito hizo eco a lo largo del siglo XX, justificando todas las formas de terror que lo atraviesan. En el caso de Pascal, esa forma de aburrimiento inhibe la acción, pero eminentemente, referida a su carácter moral. Señalo lo anterior en relación al carácter de motivo de la decisión moral.

Otro elemento para la condición que señalo, es el vaciamiento de contenidos concretos de la democracia, reducida hoy a puras consideraciones formales.

Si no se cree en nada- escribe Camus-, si nada tiene sentido y no podemos afirmar valor alguno, todo es posible y nada tiene importancia… Si nuestro tiempo admite con facilidad que el asesinato tiene sus justificaciones es a causa de esa indiferencia por la vida que caracteriza al nihilismo.

Sin afán de agotar el tema, y mucho menos de seguir una línea académica, considero que todo debate moral gira en torno a las tensiones producidas entre los elementos de tres binomios: facticidad-libertad; elección- responsabilidad y mismisidad- otredad; podríamos incluir dos ejes más, pero a condición de no reducirlos al contractualismo político: individuo-comunidad y naturaleza – cultura. Excluyo aquí los debates generados a partir de su problematización en las escuelas de origen analítico y el de las éticas discursivas. El tejido que amarra a todos esos elementos es la búsqueda del bien y la aristotélica virtud. Para Aristóteles el bien supremo es la felicidad; para nosotros, la libertad. La cifra, o faro, que guía la navegación hacia el bien es el valor, entendido como el agregado que otorgamos a un objeto y por el cual reconocemos no sólo su preeminencia, sino y sobre todo, su singularidad e irrepetibilidad en el mundo. La virtud es la disposición para actuar de acuerdo a un valor, que a su vez implica un juicio y una elección. Los valores no son abstractos; son formas concretas de vinculación con los otros, desde los cuales me reconozco, también, como singular e irrepetible; es decir, nos reconocemos como recíprocos Pero sobre todo, el valor es el principio por el cual “saltamos de la inmediatez del mundo, de su pura facticidad, y si se quiere, también, de la pura pulsionalidad, para construir un orden propiamente humano. No se trata de negar esa facticidad, sino de resignificarla.

Ya en  Platón, dependiendo de los distintos momentos de sus diálogos, aparecen confrontadas las dos dimensiones de la moral que perfilarán su marcha en Occidente, hasta nuestros días: la de la reciprocidad socrática y la del deber ser, del rey filósofo, centrada ésta, en la autarquía de la yoidad y el poder. La moral de la virtud, o moral propiamente dicha, se define por los lazos de reciprocidad entre los hombres. Desprendidas de la reciprocidad, serían la solidaridad y la dignidad las dos principales virtudes que sostienen la reciprocidad. Rota ésta por cualquier razón, aparecen otras virtudes para recomponer ese lazo roto.

Frente a la facticidad de los actos humanos, dos figuras se levantan para sobreponerse tanto a su irreversibilidad como al caos que generan: una es el perdón; la otra, la promesa: Por extraño que parezca, ninguna de esas figuras fue reconocida como virtud en el mundo griego, e incluso, muchos años después, para el propio Spinoza, el perdón sería sólo un estadio intermedio entre el amor y el odio, y un instrumento político.

La promesa como factor político la descubrió Roma a través del pacto

(pacta sunt servanda).

La promesa disminuye el caos y la incertidumbre propios de la acción humana; contrarresta la peligrosidad de la oscuridad del hombre. La promesa, dice H. Arendt, se ofrece como pequeñas islas de certidumbre a la acción de los hombres, pero nunca puede extenderse a la totalidad de la tierra porque rompería con el mismo vínculo entre ellos.

El perdón rehace o resignifica la irreversibilidad de lo hecho. Gracias al perdón, escapamos, nos liberamos, de la irreversibilidad de lo hecho, y del propio tiempo, permitiendo que algo renazca de nuevo. Mediante el perdón, se retrotae a un momento anterior a la acción que ha causado el daño, liberando a los involucrados de ese nudo imposible de deshacer que es el resentimiento. De esta forma, el perdón cumple una doble función, la de reparar- re-parar al menos imaginariamente, la acción dañina y con ello detener la cadena de la venganza, y la de liberar a los sujetos involucrados en ella.

A través del perdón, se devuelve la dignidad a quien se la ha arrebatado, al tiempo que esa dignidad es también devuelta a quien la ha arrebatado; el perdón, es una acción de doble sentido. En la degradación del otro hay, siempre, una previa autodegradación, consciente o inconsciente El perdón es también una forma de mutuo reconocimiento, una forma – el reconocimiento-, la única posible en el espacio de la polis.

Pero el perdón no es una norma, nunca se sujeta a reglas; su cumplimiento es una excepcionalidad, abjurando de condición alguna; tampoco es garante de nada. Mucho menos puede desplazar ni la legalidad ni la justicia, ni los principios racionales de la política. El perdón no es equivalente de renuncia a la justicia, ni de olvido. Sólo la víctima es la única y última instancia del perdón.

Por: Juan Carlos Canales F.

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