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El poder absoluto desilusiona totalmente. Después de todo, un opositor es como una especie de cura para la paranoia
Guillermo Cabrera Infante

El principio elemental de la política consiste en tratar a los demás como nos gustaría ser tratados. En otras palabras, procurar una convivencia armónica. Adolfo Ruiz Cortines iba más allá al decir que el político es una especie de sacerdote laico: escucha confesiones, absuelve penitentes, consuela a los desplazados, concilia a los adversarios. Insistía en lavar heridas, desinfectarlas, procurar que cicatricen.

Hoy esto se ha olvidado y nos ha cundido una grave patología: detonar rencores. La polarización no es ideológica (ojalá así fuera), la cual puede superarse en la deliberación. Tampoco es por disentir en la concepción y aplicación de políticas. El más encumbrado personaje del poder busca exacerbar el enfrentamiento, dividir y cooptar al sector mayoritario sembrándole un sentimiento de revancha. Le ha funcionado y apuesta por seguir con la misma receta.

Deberíamos celebrar el origen de nuestra nación el ocho de noviembre de 1519, cuando Moctezuma y Hernán Cortés se abrazaron. Ahí estaban Malintzin y Jerónimo de Aguilar, autores de una auténtica hazaña: la comunicación entre dos culturas absolutamente diferentes. Y fray Bartolomé de Olmedo, iniciador de la evangelización y, por tanto, de la occidentalización de nuestro continente. El evento es de tal trascendencia que no tengo reparo en calificarlo como el más importante de nuestra historia. Lamento que pasara sin concederle la relevancia que amerita.

Somos un país mestizo que debe superar ese trauma. Desechemos el mito de que vivíamos en un paraíso pleno de felicidad, abruptamente terminado por unos feroces conquistadores que nos despojaron de nuestros derechos y nos sometieron a una esclavitud de 300 años. Plantear que deben pedirnos perdón refleja un primitivo complejo y una mutilación grave de nuestra personalidad.

El señalamiento constante a las mafias del poder ha creado un ambiente de repudio a la política y a los partidos. Nada bueno ha propiciado. Emergen los salvadores milagrosos, los voluntaristas sembradores de promesas vanas y los iniciadores de transformaciones universales. La frustración consecuente es su resultado inevitable.

En las democracias, sistema de las inconformidades y los descontentos, la palabra más atractiva para ganar adeptos es la del cambio. ¿En qué consiste? ¿Hacia dónde? ¿Para qué? Eso no importa. El objetivo es aprovechar el desasosiego. En el poder, con algunas dádivas se domestica mejor a las “mascotitas”.

El más eficaz método es inducir en las clases populares el sentimiento de despojo y, a su vez, convertirse en el vengador justiciero para hacer pagar las culpas a los explotadores y corruptos de siempre. Podríamos continuar con este interminable catálogo, no es nada nuevo. El antecedente más remoto de partidos políticos fue en el siglo I a.C., cuando se enfrentaron los populistas de Mario contra los optimates de Sila. La escisión nunca fue superada.

Uno de nuestros males es que hemos complicado la política. Recientemente Cuauhtémoc Cárdenas señaló que “los partidos no tienen propuestas sobre el tipo de país que quieren construir, qué tipo de sociedad o qué tipo de relación internacional pretenden que se lleve a cabo”. Pienso en algo más sencillo: cómo se asignan los recursos y conforme a qué prioridades y cómo se designa a los funcionarios en cada área de gobierno. Me parece que en ambos ejercicios el gobierno actual está reprobado.

Se maquilla la noticia de que se disminuye la carga fiscal a Pemex, presentándola como una decisión acertada. Lo real es que el Estado deja de percibir cuantiosos recursos que pudieron destinarse a satisfacer necesidades elementales en lugar de intentar el rescate de una empresa quebrada.

Evitemos la polarización. Fijemos la agenda. El momento nos exige acuerdos. Por lo pronto, una dosis de respeto no nos vendría mal.

Por: Juan José Rodríguez Prats

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