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Han transcurrido menos de setecientos días desde que un nuevo periodo presidencial diera comienzo en México bajo el lema de “la cuarta transformación” y efectivamente en este lapso de tiempo hemos observado transformaciones de muchas clases, intensidades y matices.

Los colores, los logotipos, los lemas y las fotografías que presiden las oficinas ya no son los mismos; el discurso insiste en desmarcarse de un pasado que considera criminal; los militantes se aferran con ciega pasión a considerar que las decisiones y acciones que se emprenden son infalibles; los detractores se niegan a reconocer aciertos en la gestión.

Todo parece haber cambiado, pero la pobreza, las paupérrimas condiciones del sistema de salud, la desigualdad, la falta de oportunidades, el sistema educativo que en vez de evolucionar ha “involucionado”, la raquítica democracia, la presencia constante de la muerte y la inseguridad; todas esas situaciones no han cambiado; la cuarta transformación las han dejado intactas.

A la sazón de todos estos ingredientes debemos añadir la circunstancia de que el capitán del barco de la “selectiva” transformación está experimentando una metamorfosis acelerada para convertirse en un personaje cada vez más autoritario y que va concentrando más poder.

Se le ha descrito como “la nueva figura del autoritarismo en Latinoamérica”. Últimamente cada vez que leo noticias o un titular de fuentes serias y otras no tanto; me percato de que en su mayoría coinciden al considerar al estilo de gobernar del presidente como totalitarismo.

No es coincidencia que el primer mandatario haya conducido de forma arbitraria la toma de decisiones como un proceso exclusivo del que él se erige como titular.

Los matices que está adquiriendo la cuarta transformación, no son más que la confirmación de lo que durante la larga campaña del eterno candidato presidencial se anunciaba: una ruptura con el pasado. Los derroteros de esta transformación nos están conduciendo de una forma casi obligada a vivir y experimentar una “nueva normalidad” en la que nada permanece tal como lo conocemos, en la que nuestras certezas se ven forzadas a traducirse en flexibilidad y adaptación al cambio, en extremo a la resignación.

Pero si alguien se toma el atrevimiento de cuestionar al Presidente, éste se molesta, huye por la tangente, se oculta tras argumentos que escupe sin ton ni son cada mañana. Le disgusta que se le asocie con el autoritarismo, ese tan terrible monstruo que achaca a sus adversarios y que se niega rotundamente a reconocer.

Todo esto me hizo recordar que hace ya varios años, en un evento universitario, me tocó asistir a una ponencia llamada “lo que te choca, te checa” y en ese momento pensé que no era una regla válida y que cabían más excepciones que generalidades. Sin embargo, ahora que lo pienso, este sexenio representa la comprobación de la validez de tal principio.

La simple mención de un desequilibrio de Poderes y de una figura presidencial que no tiene oídos más que para sí mismo enardece y desquicia al Jefe del Estado y a sus seguidores que a toda prisa se ponen a la defensiva.

Les choca que se les asocie con la cerrazón y con la arbitrariedad; se asumen como pacifistas que promueven el diálogo. Se niegan a reconocer que la corrupción no se erradica asignando discrecionalmente la obra pública. Les molesta que haya voces que los cuestionen y disientan de sus opiniones y postulados.

También les chocaba sentirse víctimas de un “complot” que ahora esgrimen como arma contra supuestos adversarios políticos. Les chocan los fantasmas del pasado, pero en el gabinete han revivido a más de uno.

Sin rodeos: “les choca, pero les checa” a pesar de los esfuerzos que hagan para dibujar una idílica cuarta transformación.  

Por: María Graciela Pahul Robredo

Correo: gpahulr@gmail.com

Facebook/in: Graciela Pahul

Por IsAdmin

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