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Hubo un tiempo en que me preguntaba, ¿dónde está el mal?, ¿dónde empezó la infección, en la palabra o en la cosa?
Octavio Paz

En el ámbito de lo jurídico, el manejo del lenguaje es esencial. Al hacer una ley, el legislador debe tener muy claros fines y medios y utilizar vocablos claros en su significado. No son diccionarios que contengan definiciones. Estas deben ser sencillas y entendibles. Excepcionalmente, y solamente en conceptos fundamentales, se exige precisar cómo deben ser interpretados.

En el derecho mexicano abundan las palabras sacrosantas, ambiguas, cargadas de ideología que propician confusión y distorsionan el sistema en su conjunto. Este es el caso de la soberanía, la rectoría del Estado y lo estratégico.

La soberanía es una abstracción conceptual que se fue generando por la teoría jurídico-política en la conformación del Estado. En Roma se hablaba de majestas y de autorictas. En el Renacimiento surgió el concepto de razón de Estado para justificar los desmanes del poder. Fue el pensamiento absolutista, el que justifica la concentración del poder, el que finalmente concibió el concepto, el cual acuñó Jean Bodin, en Los seis libros de la República, hacia finales del siglo XVI.

En México, el nacionalismo revolucionario hizo de la soberanía su más señera divisa. Paulatinamente se empezó a distorsionar su significado, confundiéndolo con autosuficiencia e independencia. A la idea inicial de ser capacidad para tomar decisiones de forma autónoma, se le agregaron diversos atributos. Bastaba con mencionar el término para revestirse de patriotismo y heroísmo. Se empezó a hablar de soberanía energética como sinónimo de autoabastecimiento o de soberanía alimentaria aludiendo a la productividad suficiente para satisfacer las necesidades de los mexicanos.

En su testamento, Lázaro Cárdenas afirmaba que el propósito principal de su gobierno había sido evitar la dependencia del poder vecino. Lo paradójico es que haber apostado a la eficiencia del sector público nos condujo a agravar nuestra dependencia en todos los órdenes. El Estado cerró las puertas a la inversión privada, pero fue incapaz por sí solo de enfrentar los retos que se propuso. Desde nuestro ingreso al acuerdo de libre comercio en 1987, el término resultó obsoleto. La globalización lo disolvió.

Los legisladores mexicanos le han atribuido efectos mágicos al derecho. Todo lo queremos resolver con leyes. Un esclavo obtiene la libertad por el solo hecho de pisar territorio nacional. Hay monopolios que no lo son porque la Constitución expresamente lo señala. Hubo un tiempo en que se nos concedía el derecho irrestricto a un bien finito: la tierra.

En 1982 se incorporó en la Carta Magna el concepto de estratégico, al ordenar la exclusividad del Estado en áreas específicas de nuestra economía. Jamás se nos explicó por qué se excluía la inversión privada. El resultado ha sido un verdadero desastre.

Efectivamente, el Estado es el rector de la economía, el que la planea y dirige, pero se asumió como propietario y empresario con pésimas consecuencias. Hoy más que nunca se requiere que el Estado se concentre en otorgar los servicios elementales de salud, seguridad, educación y preservación del empleo. En las cuatro tareas no hay nada qué presumir.

El artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre señala que un texto no puede considerarse una constitución si no contiene una definición de división de poderes y la protección de los derechos humanos. Agregaría que debe deslindar lo público y lo privado. Precisar con claridad qué debe hacer el Estado, delimitando sus políticas, y qué podemos hacer los particulares en un ámbito de libertad. Toda intervención del Estado debe ser plenamente justificada por una deficiencia de los particulares, de lo contrario se incurre en un error de nefastas secuelas. Esta tarea tan simple aun no la asume el Estado mexicano, habrá que hacerlo.


Por: Juan José Rodríguez Prats

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