Tiene varios meses, no quiero regresar en el tiempo porque los eventos me afectan mucho en lo emocional. Mis mascotas son parte muy importante de mi familia y mi vida; he llegado a tener siete, entre perros y gatos, y cada vez que alguno está enfermo o llega a faltar, me entristezco sobremanera por tiempo prolongado, sobre todo cuando regresan a buscarme para morir en la querencia.
Del gatito que hoy les hablo se llama Piollo; lo adopté de la calle muy chiquito, y de inicio se unió a la tropa de perros y gatos cuando salíamos a pasear muy temprano o por la noche en el fraccionamiento que vivimos. De hecho, mis otras mascotas lo descubrieron chillando y de ahí todos lo adoptamos. Su maullido era un pio-pio, y como sonaba a que era un pollo, lo llamé Piollo.
Dentro de la casa vivían tres gatos que, aunque esterilizados, son muy territorialistas por lo que no podía tener al Piollo adentro, y le puse, casa, comida y agua en la terraza a la que todos suben, y ahí no pelean.
El Piollo era el más fiel de todos: nunca fallaba a los rondines mientras que los otros no dejaban sus travesuras para alcanzarnos; él ahí estaba siempre, a cualquier hora del día, cuando yo salía a la calle no fallaba al escuchar las campanitas que trinan cuando se abre la puerta principal, y bajaba en chinga por la bugambilia y me esperaba sentadito junto a la puerta cuando salía para restregarse contra mí con singular alegría y dejarse acariciar y acompañarme. Un día vi que mi sobrina lo abrazaba y cargaba y él se sentía en el paraíso mientras estaba en sus brazos; ahí aprendí a cargarlo y caminar con él entre mis brazos.
El Piollo era una garantía de compañía, pero un domingo por la mañana no escuché en la terraza su maullido incomparable y me extrañó; tampoco salió a correr con nosotros, mientras lo buscamos y gritaba su nombre. Se me hizo raro y estuvimos pendientes todo el día para cuando regresara, pensando que como era el principio de la primavera se habría distraído por ahí. Por la noche salimos a buscarlo de nuevo y nada; así pasaron lunes, martes y miércoles siempre con la esperanza de que regresara. El jueves al medio día, mientras esperaba atravesar la calle con mi perrita, me volteé a mirar el jardín de afuera de la casa y a ras de suelo vi su colita que se movía; grité de alegría su nombre y me acerqué a recogerlo. Cuando abrí la vegetación lo vi muerto e hinchado, los pelitos de su cola se movían por el viento. Tenía días ahí y parecía que lo habían envenenado. No pude con eso; no supe que hacer, no lo podía creer. Me quedé paralizada recordando todo lo que es para nosotros y me arrepentí de no haberlo abrazado y acariciado más pegado a mi corazón. Pensé en levantarlo para llevarlo a cremar, pero llamé y ya no lo aceptaron así. Lo dejé donde se había esforzado por venido a morir. Solo le pusimos cal encima para que se terminara de descomponer y después enterrarlo en nuestra querencia donde juntos, todos, pertenecemos.
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