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Reputación de poder es poder
Thomas Hobbes

A Manuel Ávila Camacho se le percibía como un hombre sensato y prudente. Concibió un gobierno para recuperar el orden, la estabilidad y el consenso. Heredaba un país crispado y su elección tenía el estigma del fraude. Su contendiente, Juan Andrew Almazán, había prendido en el apoyo popular y el día de las elecciones hubo fuerte represión.

No habló de cambios ni de reformas profundas. Decía que el pueblo de México “quiere comer, no votar”. En lo económico ratificó en la secretaría de Hacienda a Eduardo Suárez Aránzolo, quien había sido un factor relevante para tranquilizar al sector privado nacional y extranjero, por la decisión del gobierno de expropiar la industria petrolera para solucionar un conflicto obrero-patronal. Terminó por fin el movimiento cristero (el más auténtico de la historia nacional, con la participación de los más humildes en la defensa de sus creencias). Aunque oficialmente había concluido el 21 de junio de 1929 con una negociación con el alto clero y el gobierno de Emilio Portes Gil y con la notoria intervención del embajador de Estados Unidos Dwight Morrow, en la década de 1930 hubo enfrentamientos en el Bajío. La designación de Jaime Torres Bodet (su recuerdo se agiganta ante las grandes infamias cometidas hoy en la política educativa) significó el retorno al proyecto vasconcelista. El gran intelectual nos relata en sus memorias las negociaciones para suprimir del artículo tercero constitucional la disposición de que la educación fuera socialista.

En resumen, fue un gobierno que empezó a generar la teoría del péndulo. Y es que, aun cuando los presidentes venían del mismo partido, sus políticas públicas contrastaban notablemente en todos los órdenes, lo cual, sin perder continuidad, le dio equilibrio constitucional.

Ávila Camacho tomó una decisión trascendental al terminar con los presidentes militares, deslindándose del resto de América Latina. Tenía una relación casi paternal con un joven político universitario que manifestaba grandes atributos de liderazgo: Miguel Alemán Valdés, bautizado por Vicente Lombardo Toledano como el cachorro de Cárdenas y Ávila Camacho. Para efectos de promoción devino “cachorro de la Revolución”. Su elección fue tersa, con algunos reclamos de Ezequiel Padilla, también funcionario del gobierno saliente.

El gobierno de Alemán concibió y creó un sector empresarial vigoroso para impulsar la industrialización en la política de sustitución de importaciones. Para ello estrechó el poder político y el económico con claras complicidades en el mundo de los negocios. Hubo un leve intento de reelección impedido por la fuerte presión de Cárdenas y Ávila Camacho y con la candidatura del general Miguel Henríquez Guzmán. Después de la muerte de sus dos prospectos, Gabriel Ramos Millán y Héctor Pérez Martínez, y con el claro propósito de restaurar la imagen presidencial, Alemán eligió a Adolfo Ruiz Cortines, político provinciano con una larga trayectoria y con bien ganada fama de hombre austero y honesto. Hay mucho que escribir del gobierno de don Adolfo. Perdonando la vanidad, me remito a la biografía que escribí después de 10 años de investigación de este personaje. Hago mención de dos eventos.

En octubre de 1955, la revista “Buró de información política” provocó un gran debate al sugerir elecciones primarias donde se confrontaran las corrientes alemanistas y cardenistas. No prosperó.

López Mateos relató a Luis Spota cómo Ruiz Cortines le transmitió la noticia de que él era el ungido, una plática reveladora. Al enterarse, le preguntó: “¿Por qué hace unos meses me descartó?”. Don Adolfo le respondió: “Me hacía falta la prueba de la adversidad”. Una pregunta más: “¿Por qué yo?”. La respuesta, “Es lo que percibo que quiere el pueblo de México”. Acto seguido, brindaron con tequila. Ruiz Cortines dijo “Es por México”. Los dos vaciaron sus copas de un solo trago. La ocasión lo ameritaba.

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Juan José Rodríguez Prats
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