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La historia no es el camino de los cangrejos y menos cuando los hombres tienen prisa

Enrique Tierno Galván

Porfirio Díaz fue el primero en darlo, al designar a su compadre Manuel González Flores para sucederlo, con el propósito de que se hicieran las reformas constitucionales que le permitieron continuar en el poder, como aconteció, de 1884 a 1911. El dictador también nombró gobernadores y jefes de zonas militares que le permitieron darle estabilidad al país. Los hombres fuertes del porfiriato tuvieron, en términos generales, ciertas habilidades y un concentrado autoritarismo. Podría decirse que se constituyó un sistema político orientado por pocas reglas no escritas, pero rigurosamente acatadas.

Venustiano Carranza quiso hacerlo, al intentar imponer a un civil de aceptables credenciales, Ignacio Bonilla, apodado “Flor de té”. Su acción fue frustrada por el golpe militar iniciado por Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles en Agua Prieta. Esta dupla sí lo logró cuando el primero designó al segundo en 1924 como su sucesor, aunque para ello tuvo que apagar, a sangre y fuego, con un alto costo, la revuelta que encabezó el también sonorense Adolfo de la Huerta.

Con el asesinato de Obregón y al constituirse el maximato con la creación de un peculiar mecanismo de poder, por llamarlo de alguna manera, se crearon procedimientos para transmitir el poder en los tres niveles de gobierno, conservando la estabilidad y la continuidad de las políticas públicas.

No fue fácil ni tersa su instrumentación. Se fue acuñando una cultura política de disciplina y de operación profesional. Hay mucha literatura sobre las formas en que se hacía. Intervenía la otrora poderosa Secretaría de Gobernación, con un riguroso análisis de la situación y de los personajes participantes. Posterior al “destape”, había un trabajo de gran delicadeza para consolar a los no elegidos. Se creó una institución, la de delegado del partido, enviado desde la capital del país, para cuidar hasta el último detalle. Las campañas políticas eran simples recorridos triunfales y un ejercicio de reconciliación.

Después de una transición muy truculenta, a la que ya nos hemos referido y en la que ya no estoy tan seguro de que prevalezca, el “dedazo” que considerábamos sepultado, ha resucitado. Nuevamente la maldición marxista se materializa: “La historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”.

Hoy, el vocero de una amorfa y sumisa agrupación política, convertida en una desconfiable encuestadora, anuncia a los ungidos después de haber consultado con YSQ (tres letras que cada vez son más ignominiosas) y convoca al sometimiento con el mismo argumento, “estamos haciendo un cambio que beneficia a México”.

En todos los casos se percibe la intervención del Ejecutivo federal para favorecer al más abyecto de sus seguidores. No hay respeto a la militancia ni se cuidan las formas. Incluso el discurso es de lo más insolente y vacío. Varios de los aparentemente mejor posicionados en las encuestas tienen antecedentes nada recomendables o usaron cuantiosos recursos para alcanzar altos niveles de popularidad. El posible desempeño que pueda tener en el cargo en disputa no es relevante, lo importante es que garantice el triunfo. Y cada vez son más preocupantes las acciones en contra de los disidentes.

¡Y todavía se habla de que el pasado fue horripilante! Viví y milité en aquel viejo PRI y hay algo que debemos extrañar: el profesionalismo de su clase política. Hubo cuidado y responsabilidad para seleccionar funcionarios públicos en los diversos cargos, tanto de designación como de elección. Conforme aquel esquema nunca hubieran arribado al poder por ejemplo, Cuauhtémoc en Morelos o Cuitláhuac en Veracruz. Ricardo Monreal seguramente ni siquiera hubiera intentado continuar su cacicazgo en Zacatecas en la persona de su regañado hermano. Hoy, los niveles de ineptitud e incompetencia son descomunales. He ahí la gran tarea de darle otra opción a la ciudadanía. La resignación solo puede hundirnos aún más en el desastre y el desorden.

Por: Juan José Rodríguez Prats

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