El fanatismo consiste en redoblar el esfuerzo cuando has olvidado el fin
George Santayana
También con el derecho se miente. Es la mentira más peligrosa y dañina. Busca prescribir el otorgamiento de beneficios que se sabe son inaccesibles. Es ordenar algo de imposible cumplimiento. La consecuencia es inevitable: la ampliación de la brecha entre norma y realidad. El relajamiento del fenómeno jurídico, el debilitamiento del Estado como garante del orden público. La desmoralización de un pueblo que se siente engañado por lo que debe ser lo más sagrado y confiable: la ley.
Nuestra Constitución es un mal documento jurídico. Su constante manoseo, sobre todo a partir del inicio de nuestra transición democrática, la ha hecho un texto abigarrado, contradictorio, lejano a la más elemental técnica legislativa, sin una clara orientación doctrinaria, plagada de buenas intenciones y, en no pocos casos, de falta de sentido común y de racionalidad que mueve a considerarla obsoleta y ajena a la realidad nacional.
En estricto sensu, no contiene auténticas normas jurídicas, sino proclamas, metas inalcanzables, anhelos y frustraciones. Como bien lo expresa Sergio García Ramírez, “Los Congresos, urgidos por las circunstancias, encienden el motor y se lanzan a legislar con diligencia, no siempre con reflexión. En este mare magnum puede naufragar la justicia”.
Arturo Zaldívar me parece un jurista respetable. Por eso me sorprende el siguiente párrafo de su autoría: “Una constitución viva y dinámica que a lo largo de su historia ha recogido las exigencias de una sociedad ávida de libertad, igualdad, justicia y bienestar”. Perdón, señor Presidente de la Suprema Corte de Justicia, pero una constitución no está para recoger esos reclamos, sino para satisfacerlos. En otra parte afirma: “Nuestra Constitución ha dado cauce a los anhelos de paz y prosperidad y su contenido normativo ha transformado la realidad de muchas personas”. Eso es auténtica demagogia. Podríamos referirnos a cada uno de sus artículos para confirmar cómo son violados con plena impunidad. Desde los derechos humanos, la división de poderes, el federalismo, el municipio libre, el degenerado juicio de amparo, totalmente al servicio de litigantes ávidos de proteger a delincuentes de la mayor redituabilidad y la autonomía de los órganos constitucionales.
De igual forma me asusta una más de las propuestas del Presidente de la República: “Si tengo que enviar una iniciativa preferente, sería elevar a rango constitucional la pensión de adultos mayores, a personas con discapacidad y las becas”. Recientemente anunció la atención a la salud universal y gratuita. Todas esas prestaciones requieren, obviamente, de recursos presupuestales. ¿Dispondrán de ellos las próximas generaciones?
Desde hace algún tiempo se agotó el bono demográfico. Proporcionalmente cada vez somos más los que pertenecemos al sector de beneficiarios que quienes se incorporan al mercado de trabajo. La fórmula es explosiva. Muchos ya advierten de los cuantiosos recursos que se requieren y constituyen un gran desafío para las finanzas públicas. Es demagogia, y de la más baja ralea, conceder un derecho en la Carta Magna que sería una inmensa carga para las generaciones venideras. Nuestra historia da cuenta de cómo esas acciones provocan crisis y desaliento.
De nuestras transformaciones, quizá la más clara en sus fines y con una bien sustentada filosofía política es la realizada por la generación liberal que se vio plasmada en la Constitución de 1856-57.
Estoy convencido, más que agregar reformas a nuestra ley fundamental, se requiere una gran poda para quitarle lo inservible, superfluo e innecesario y que nos quede un texto parco pero eficaz, lacónico pero realista, atemperado pero congruente con los sucesos cotidianos. Que deje de ser un proyecto en el lejano horizonte y sea simplemente norma de obligado cumplimiento.
Nunca haremos buenas leyes si no entendemos sus obvias limitaciones para cambiar la realidad.
Por: Juan José Rodríguez Prats