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El origen de la inflación en los ochenta era totalmente distinto al actual; y si el origen es radicalmente distinto, la cura también lo debe ser.

El presidente López Obrador ha anunciado su intención de negociar con los empresarios un control de precios con el fin de paliar la inflación en México, que llega a más de 7.0 por ciento anual, en reminiscencia de aquel Pacto de Solidaridad Económica que llevó a cabo el presidente Miguel de la Madrid a fines de 1987.

La idea no es buena, para nadie. Es verdad que en momentos específicos puede justificarse un control de precios. Por ejemplo, en tiempos de guerra, con fuerte escasez de bienes, se controla el precio y se raciona la distribución de los bienes entre los ciudadanos para que alcance a todos. Son muchas las experiencias que ha habido en este sentido.

También ha habido control de precios cuando se ha querido detener la inflación que ya lleva mucho tiempo y que parece incontrolable. Por ejemplo, cuando el proceso inflacionario se vuelve un círculo vicioso y adquiere inercia propia. Tal fue el caso de varios países de América Latina en los años 1980 por causa de la crisis de la deuda internacional. Brasil, Argentina y México, entre otros países, diseñaron planes de estabilización llamados ‘heterodoxos’ para detener la subida permanente de los precios. Eran circunstancias en las que una fuerte impresión de dinero inicial daba lugar a aumentos de precios, éstos a su vez generaban mayores salarios nominales, y por tanto más gasto en bienes nacionales e importados. Así se generaba una sobrevaluación del peso (un peso más fuerte o un dólar más barato), lo que daba lugar a un déficit en la balanza de pagos. Para evitarlo, el gobierno depreciaba el peso y eso encarecía las importaciones, y todos los demás productos, y con ello reiniciaba el ciclo inflacionario. Se gestaba así una fuerte inflación inercial.

En 1987 la situación en México era muy seria. Sufríamos una inflación de alrededor de 140 por ciento anual, una depreciación del peso semejante, y aumentos de los salarios también parecidos. Fue entonces que el equipo de Pedro Aspe diseñó el plan de estabilización denominado Pacto de Solidaridad Económica, tomando en cuenta los aprendizajes de los casos fallidos de Brasil y Argentina. En México, el plan resultó un éxito. En solamente un año se logró disminuir la inflación a alrededor de 50 por ciento, mediante ajustes concertados de las variables claves de la economía, como los precios de los energéticos, del tipo de cambio, aumentos salariales y aumento de precios concertados, además de aumentos de impuestos y reducciones del gasto público. Era un esfuerzo concertado, de mediano plazo, en el que todos hacían su parte.

Pareciera que hoy se está pensando en esa experiencia para intentar paliar la inflación en México: convencer a los productores para que sus precios no aumenten o incluso disminuyan con el fin de detener la inflación, argumentando que el gobierno ya hace su parte al controlar los precios de los energéticos a costa de otorgar subsidios a los consumidores de gasolina y diésel, principalmente. ¿Parece atractivo, verdad?

El problema es que el origen de la inflación en los ochenta es totalmente distinto a la actual inflación: aquella era causada por un exceso de demanda (aumento de 100 por ciento en la oferta de dinero en 1982) que con el tiempo se convirtió en una espiral inflacionaria, mientras que la inflación actual se debe a problemas de la oferta de bienes y servicios. Entre éstos se encuentran los aumentos de los precios internacionales de la energía y derivados del petróleo, el rompimiento de cadenas de suministro a nivel mundial y reducciones en la producción de alimentos y otros insumos fundamentales causados por la guerra de Ucrania y otros factores externos. Si el origen de la inflación es radicalmente distinto, la cura también lo es. Utilizando una metáfora actual, no es lo mismo el coronavirus que el virus de la influenza estacional. Por tanto, no se utiliza la misma cura.

Aplicar la medicina de ‘convencer’ a los empresarios que controlen sus precios llevará irremediablemente a su desabasto. Nadie en su sano juicio, ni queriendo quedar bien con el gobierno, lo puede hacer de manera efectiva y con durabilidad. Para evitar el desabasto, el gobierno tendría que subsidiar su producción, para lo cual ya no hay dinero público que alcance. Lo que se debe hacer, en cualquier caso, es eliminar cualquier obstáculo a la producción de bienes y servicios cuya oferta está en peligro, facilitar el comercio y reducir las trabas. Incluso asegurarse que el crimen organizado no cobre piso a productores, por ejemplo. En el caso de la energía, el gobierno tendrá que medir muy bien hasta dónde llegar con los subsidios a los consumidores que ya otorga, pues eso se puede incluso revertir si las finanzas públicas se debilitan en exceso.

La historia sirve para repetir lo que se ha hecho bien, sin duda, pero con las salvedades del caso. Y éste, no es el de 1987.

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