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La indiferencia de la política al bien y al mal es un error suicida
Jacques Maritain

El siglo XXI parecía ser el del retroceso, de la decadencia. Se percibía que la historia no enseña, que no hemos escarmentado de las barbaridades cometidas desde el poder y de las nunca suficientes medidas para evitar sus siempre trágicas desviaciones. Se creó un ambiente adverso a la democracia, como si hubiera una variedad de opciones para sustituirla. Alguna flama se prendió en la penumbra.

Una vez más la participación ciudadana demostró que la democracia es el único sistema capaz de corregir pacíficamente sus propios errores. Con un tal vez sobreexcitado optimismo, eso aconteció en la más longeva, la más exitosa, la más institucionalizada: la de EE UU. Si hace cuatro años llegó a su presidencia alguien contrario a los más elementales requisitos de capacidad y probidad, el voto evitará que continúe en el cargo.

Estudiar a Estados Unidos es un apasionado ejercicio. Su adoración por la libertad y su obsesión por respetar la ley han hecho grande a esa nación. Han logrado ese desafiante y difícil equilibrio gracias a instituciones consistentes y al casi milagroso liderazgo de buenos estadistas en momentos de crisis.

Con eso que algunos denominan “el extraño tesón de la ingenuidad moral”, hemos presenciado un triunfo del bien sobre el mal. Se le encontrarán muchos defectos a Joe Biden y a Kamala Harris, pero, soslayando consideraciones ideológicas, cumplen el requisito sustancial de tener calidad humana. Biden me recuerda a Konrad Adenauer, Alcide de Gaspieri, Ricardo Lagos, Adolfo Ruiz Cortines, hombres de cualidades similares que, sin aspavientos, sin ofrecer paraísos, con sensibilidad política, con amabilidad, sirvieron a sus países. Harris se incorpora a las mujeres que reiteran su gran capacidad para que, sin feminismos ni demandas de concesiones, siembran una gran esperanza en la humanidad. Para mencionar a las más recientes, Angela Merkel, Jacinta Ardens, Sanna Marin, Cayetana Álvarez, Nancy Pelossi, todas ellas elocuentes, convencidas, valientes.

Disculpe, amable lector. El martes pasado me deprimí creyendo que Trump no sería derrotado. Al paso de los días recuperé mi entusiasmo y mi confianza en la democracia, mi fe en que sí da frutos la política humanista, la que se hace con ideas, en la que cuenta la buena fe y la congruencia.

Hay una lección para nosotros. Si el siglo XX se caracterizó por los totalitarismos de Hitler, Stalin, Mussolini, Castro, Pinochet, evitemos que el siglo XXI sea el de los populistas. La diferencia es de matices, en los hechos son igual de nefastos.

Sí se puede tener el voto convenciendo con razones. Me encanta lo sucedido en Arizona, tradicionalmente republicano. Los hispanos caminaron de casa en casa desnudando la soberbia y el racismo de Trump. Cindy Lou Henfley, esposa de John McCain, extraordinario ser humano que contendió contra Obama, convocó a sus paisanos a votar por Biden con un argumento irrefutable: “Vale más el demócrata como ser humano”. Celebré que la gente recordara que Trump indultó a Joe Michael Arpaio, “el sheriff más implacable de Estados Unidos”, autor de probadas violaciones a la ley.

¡Qué magnífica coincidencia que el triunfo demócrata se haya consumado en Pensilvania! Ahí, donde en el cementerio de Gettysburg, escenario de la batalla más violenta de la guerra civil, Lincoln dijo: “una casa dividida no puede sobrevivir”. Denise Dresser nos lo recordaba.

Con las pilas recargadas, ahora nos toca a nosotros rumbo al 2021. Recojo dos pensamientos del nuevo presidente: “El trabajo de la nación no es alimentar las llamas del conflicto” y “Es tiempo de poner de lado la retórica dura, bajar la temperatura, vernos y escucharnos de nuevo”.

Ciertamente, no estamos determinados, todos los días escribimos nuestra historia. Hagámoslo con dignidad, con memoria, con generosidad. Es un deber generacional.

Por: Juan José Rodríguez Prats

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