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En los pueblos democráticos, todos los ciudadanos son independientes y débiles. Caen todos en la impotencia si no aprenden a ayudarse libremente
Tocqueville

A la memoria del maestro Juan de Dios Castro Lozano

Uno de los sentimientos más dolorosos es la impotencia ante la injusticia. Los pueblos indiferentes a los abusos del poder están condenados a sufrir irremediablemente las trágicas consecuencias de su conformismo. La historia reitera con ejemplos cómo han pagado con sangre y lágrimas su cobardía.

El actual gobierno presume hasta la saciedad sus afanes justicieros. Es implacable blandiendo la amenaza de “nada al margen de la ley y nadie por encima de la ley”, pero los hechos no acreditan esas palabras. Tenemos una justicia selectiva. En cada caso se perciben filias y fobias. Si se procede con todo rigor, aflora el resentimiento. Si se permite la impunidad, es clara la intención de cubrir y proteger a los culpables. No se requiere de mucho esfuerzo para comprobarlo.

Un personaje en un cuento de Juan Villoro, a la pregunta de si es mexicano, responde: “Sí, pero no lo vuelvo a ser”. No suscribo esa respuesta, pero debe reconocerse que estamos viviendo una de las peores pesadillas de nuestra historia.

Hablo como correligionario y como amigo de Sergio Antonio Salazar y de Carla Rochín, pero sobre todo lo hago como ciudadano. Pido perdón a los familiares de las 49 víctimas del doloroso caso de la guardería ABC. Entiendo su fervorosa exigencia de justicia, pero no puedo ser complaciente con un acto monstruoso que precisamente constituye una aplicación arbitraria de la ley.

Conozco de hace varios años a los personajes mencionados, decentes en su vida privada y pública. En su trato se percibe su calidad humana, acreditada en el desempeño de diversas responsabilidades. Jamás pretendieron fugarse ni ampararse.

En 2009, cuando sucedió el incendio con sus trágicos resultados, ellos eran funcionarios del IMSS. En una osada resolución judicial, el ministro Arturo Zaldívar recurrió a un argumento que convierte a cualquier funcionario en culpable de cualquier deficiencia que suceda en el otorgamiento de un servicio público. Con ese criterio, el presidente y buena parte de su gabinete serían condenados a la pena máxima. Para fincar responsabilidades en el caso de Salazar y Rochín nunca se evidenció el nexo causal. Hubo muchas líneas de investigación que nunca involucraron a los funcionarios centrales.

Hace algunos meses, el presidente López Obrador ofreció a los deudos que se haría justicia. Tenía que actualizarse la vieja y trillada práctica del chivo expiatorio. La estancia infantil funcionaba por el modelo de subrogación por el IMSS desde 2001. Evidentemente, el asunto, por los posibles involucrados, le venía “como anillo al dedo” al titular de la 4T. Era una baza en el platillo que podía ser útil para equilibrar los tantos asuntos en que se ha incurrido, deteriorando nuestro endeble Estado de derecho. Los delitos de que se les acusa y las sanciones que se solicitan son tan aberrantes que caen por su propio peso.

Permítaseme una digresión. Barack Obama, antes de proponer un cambio, solicitaba a sus colaboradores un ejercicio elemental: prever sus consecuencias y si se tenía certeza de que era para mejorar. Esa práctica la desconoce el actual gobierno. La prioridad es el cambio per se. Es intrascendente si deteriora la vida institucional. Si alguien argumenta el atropello de derechos humanos, se le tacha de conservador. Lo importante es el espectáculo. El líder está cumpliendo su palabra.

Estoy convencido de que la política y la democracia son un asunto de virtudes. Una de ellas ha venido adquiriendo actualidad ante los desmanes de los gobiernos populistas: la resiliencia, la capacidad para enfrentar adversidades, teniendo en cuenta que siempre puede suceder lo inimaginable. Por eso, recordando la actitud de un gran mexicano, Carlos Castillo Peraza, yo disiento, yo protesto.

Por: Juan José Rodríguez Prats

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