Comparte con tus amigos

La televisión transmite las primeras imágenes del penúltimo golpe de Estado en Malí; observo convoyes atestados de soldados desaliñados que en la carretera que lleva de Kita a Bamako se detienen para permitir que crucen frente a ellos vacadas famélicas y luego reanudan su marcha rumbo a la toma del poder… si es que aún queda algo que tomar en ese país fallido que apunta a convertirse en Sahelistán.

(“Los golpes de Estado tienen cierta mística”, pienso. Doy un sorbo a mi Nescafé de olla. “Preferiría un vienés”).

Aunque los coup d’État, los golpes de Estado son bastante más antiguos que las ruinas de Tombuctú, el concepto en sí es relativamente joven: el del 18 brumario de Napoleón contra el Directorio es considerado el primero de su tipo. La definición clásica emanada directamente de la gesta napoleónica resume los golpes de Estado como la acción ilegal abrupta de la toma del poder por parte de las fuerzas armadas.

La definición clásica, sin embargo, está claramente agotada; la imagen arquetípica del quiebre del orden establecido con la cual estamos tan dolorosamente familiarizados por estos rumbos, la del general muy formal leyendo un pronunciamiento del tipo: “Comunicado número uno…”, los milicos madreando opositores y las estaciones de radio reproduciendo flemáticas marchas militares, casi parece privativa de repúblicas bananeras de incierta ubicación geográfica, posiblemente africanas, como Malí.

En los países de por aquí cerquita, laboratorios políticos y sociales, los golpes de Estado típicos han sido sustituidos por los golpes blandos, los cuales suelen acompañarse de adjetivos atenuantes como judicial (Dilma, 2016), electoral (Lula, 2018; MAS-IPSP, 2020), parlamentario (Lugo, 2012), de mercado (Alfonsín, 1989), de sociedad civil (Chávez, 2002; Gutiérrez, 2013), a lo Jake LaMotta en Raging Bull (Maduro, 2019), etc. Tales novedades ya las imaginaba Curzio Malaparte cuando escribió Técnica del golpe de Estado (1931), ensayo incendiario que motiva un par de reflexiones:

Primero, que los golpes no son exclusivos de las fuerzas armadas. Para apoderarse del Estado, escribió Trotsky, cuyo golpe explica genialmente Malaparte, “hacen falta militares mandados por ingenieros”. Entendamos los golpes como una cuestión no de fuerza bruta sino de precisión técnica, como la toma del control de los puntos neurálgicos del Estado, de los resortes que hacen que este funcione correctamente. Mientras más complejo es aquel, más lo son estos. Los bolcheviques, por ejemplo, no se dirigieron hacia el Palacio de Invierno, la Duma o el Estado Mayor General sino hacia las fábricas; los depósitos de agua y de gas; las carreteras, los puertos y las estaciones ferroviarias; las centralitas telefónicas y telegráficas o la oficina de correos.

Y segundo, que los golpes no surgen espontáneamente en el clímax de las crisis sino comienzan en el instante mismo en que se imaginan, al servirse Trotsky el primer vienés en el Café Central. El golpe es si no la causa, sí el catalizador de la propia crisis: mientras que el elemento militar, cuando lo hay, asoma hasta su etapa culminante, los elementos civiles maniobran invisiblemente desde el primer momento para desestabilizar el gobierno a fin de allanar el camino para la toma del poder difundiendo rumores, promoviendo el descontento social, saboteando los medios de producción…

Finalmente, pienso en ese intersticio breve en el que Trotsky tenía, sin lugar a dudas, el control del aparato técnico del Estado al mismo tiempo que Kerenski, a quien los golpistas simplemente eligieron ignorar, controlaba aún su aparato político-burocrático. ¿Se puede, acaso, ser amo del Estado sin ser dueño del gobierno?, reflexiono. El cañonazo del Aurora rompe mi calma.

Los rebeldes malienses, por cierto, no encontraron en su camino otro obstáculo que vacas.

Por: Francisco Baeza

Twitter: @paco_baeza_

Por IsAdmin

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *