Los auténticos creyentes pueden ser más peligrosos que los hábiles egoístas
Ian Buruma
El presidente López Obrador resultó un pésimo agente del Ministerio Público. Los asuntos relacionados con la lucha contra la corrupción, tanto la de antes como la de ahora, han sido manoseados hasta el hartazgo, violando ordenamientos jurídicos e invadiendo áreas de competencia correspondientes a otros poderes o a órganos constitucionales autónomos. Era la única promesa aun con cierta credibilidad de la cacareada 4T.
En un ejercicio osado de comparaciones históricas, equivaldría a que Juárez hubiera aceptado sumarse al gobierno de Maximiliano, o Madero hubiera acompañado a Porfirio Díaz como vicepresidente en 1910, o Lázaro Cárdenas hubiera cedido a las presiones de las empresas en el conflicto obrero-patronal que detonó la expropiación.
Desde luego, combatir la impunidad y la corrupción es prioridad en todos los órdenes. Asimilando experiencias exitosas, requiere actuar sin espectacularidad ni estridencias. Adolfo Suárez usó una afortunada norma: “Desdramatizar la política”. Aplicar la ley sin presunciones ni exhibicionismos. Cuidar forma y fondo, eso es el derecho procesal. Respetar las instancias, conducirse con discreción e imparcialidad.
La improvisación y las respuestas irreflexivas impiden percibir oportunamente sus consecuencias, y por lo tanto están deteriorando la autoridad moral.
No creo en las soluciones globales o cortoplacistas. Creo en las políticas que mejoran la sociedad en forma gradual y fragmentada. “Una democracia desvirtuada”, un régimen presidencial con un liderazgo agotado y un pueblo enconado, agregados a problemas que vienen de lejos no dan margen a un augurio optimista.
Enrique Krauze escribió este domingo: “Contamos con una sociedad civil alerta, madura, generosa y activa”. En esta ocasión no suscribo lo dicho por el historiador. Hay una arraigada opinión de que la política ensucia, degrada. Es cosa de profesionales y no responsabilidad de ciudadanos. Es un síntoma que se repite como preludio de serios retrocesos. Bastaría asomarse a Latinoamérica, nuestra realidad más próxima, para confirmar cómo el desprestigio de los partidos y de la clase política invariablemente fortalece a quienes, ostentándose como enemigos de la profesión, ejercen el poder con grandes fallas.
Dada mi experiencia en cargos públicos y por mi participación en muchísimas campañas electorales, puedo afirmar que el problema más serio es nuestra precaria cultura política. Ojalá la sociedad mexicana tuviera las virtudes que le atribuye Krauze. Reconozco avances, pero también se percibe indiferencia, indolencia, frivolidad. Desde sus orígenes, el PAN ha sufrido la crítica feroz de sus adversarios o de la intelectualidad. Como respuesta, don Manuel Gómez Morin externó la advertencia: “Que no haya ilusos para que no haya desilusionados”.
La política solo se practica en la democracia, en las dictaduras prevalece la sumisión. Las instituciones, con su división de poderes, el Estado de derecho, los procesos electorales, han sido logros de una cultura que con esas características ha intentado disminuir las decisiones de los gobernantes nocivos para los pueblos.
La teoría de la democracia radica en un principio que algunos teóricos llaman “los amarres del Leviatán”. Esto es, los diversos mecanismos para racionalizar el uso del poder.
Seguramente el siglo XXI será recordado por nuevamente confrontar los sistemas políticos. Debates que se suponían superados retornaron a la palestra. Más vale que se entienda bien en qué consisten las opciones, pues viejas etiquetas siguen confundiendo. No hay populismo de izquierda o derecha, hay populismo o república. Tampoco hay corrupción de izquierda o derecha. Hay honestidad o corrupción. Lo demás es inocuo. En medio de nuestra crisis, démosle una oportunidad a la claridad.
Por: Juan José Rodríguez Prats