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Lo bueno fue, sin duda, que hubo debate, que éste fue organizado por un árbitro electoral mayoritariamente percibido como autónomo e independiente y que las preguntas fueron enviadas por las y los ciudadanos de todas las regiones del país. Todo ello contribuyó a que las fuerzas políticas contendientes respetaran el formato y que, al hacerlo, se fortaleciera la cultura del debate, que es la esencia de la democracia.

Aquí vale la pena destacar el nivel de audiencia que tuvo este primer debate presidencial. De acuerdo con información del propio INE, el ejercicio fue visto por casi 12 millones de personas, tanto por canales de televisión como en plataformas multimedia en internet. Esto confirma la enorme expectación generada por el debate, y también explica en gran medida, la intensidad de las reacciones durante el post debate.

Entre los aspectos negativos que vale la pena subrayar, destaca el formato y la producción de este primer cara a cara entre candidatas y candidato a la presidencia. Existe consenso en que las restricciones de tiempo y el pésimo manejo de cámaras fueron factores que jugaron en contra del interés de las y los electores por contrastar proyectos y evaluar la personalidad y capacidad de cada aspirante.

La mayoría de los analistas coincide en que el formato del debate terminó beneficiando a la candidata del oficialismo al permitirle evadir cuestionamientos y acusaciones. Algunos consideraron esta situación como sinónimo de” triunfo” de la candidata de Morena. Sin embargo, en el post debate, quedó claro que el costo de haber evadido los ataques fue demasiado alto, al grado de que el propio presidente se sumó a esta postura al descalificar las preguntas ciudadanas que, según él, estaban sesgadas en contra de su gobierno.

Finalmente, en lo relativo a lo feo de este primer debate, hay coincidencia en que, más allá del vergonzoso papel de “esquirol” jugado por del candidato de MC, y del desempeño decepcionante de la candidata opositora que no supo aprovechar la oportunidad, lo realmente preocupante fue el uso deliberado de datos falsos por parte de la candidata del oficialismo para lograr salir “airosa” del debate.

Durante los días posteriores, ha quedado claro que nada de lo dicho por la candidata del oficialismo es cierto: ni los logros en la capital en materia de seguridad durante su gobierno, ni la disminución de los feminicidios, ni su política de cero impunidad. Tampoco son ciertos los avances en materia de combate a la corrupción ni la transparencia de los contratos asignados. Pero lo más grave fue que resultó cierto que su familia tiene cuentas en paraísos fiscales, cosa que negó rotundamente durante el debate.

El uso de la mentira como estrategia de debate es algo muy peligroso para la democracia. Prácticamente es la misma estrategia que ha utilizado el presidente para confundir y evadir la responsabilidad sobre sus actos durante todo el sexenio. Como dice el especialista en discurso Luis Espino, “al introducir intencionalmente la mentira a un debate, este pierde completamente su razón de ser …pues se vuelve imposible ponernos de acuerdo en, por ejemplo, cómo reducir la corrupción si una de las partes insiste en decir que la ha combatido con efectividad, cuando no es así” (https://letraslibres.com/politica/luis-antonio-espino-ganar-debate-mentiras/).

En la era de la posverdad, en la que imperan los “otros datos”, si no somos capaces de exigir que en un debate las y los contendientes nos hablen con la verdad y reconozcan sus errores, corremos el riesgo de volver a caer en las garras de un gobierno que usa la mentira como estrategia para ocultar la realidad y disimular su ineptitud.

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