Saber elegir entre los matices de lo peor es un acto de supervivencia
E. M. Ciorán
La dignidad es el principio rector de la política. Del ciudadano que la acredita considerándose un fin en sí mismo y no un medio. Del político que, en su autoestima, en el cuidado de su nombre, hace, parafraseando a Savater, del amor propio un sustento ético útil a la comunidad.
La historia da ejemplos de hombres y mujeres en la vida pública que, en un acto de conciencia, renuncian a una posición de poder, por congruencia con sus principios y por percibir que, más que solución, son estorbo para resolver problemas. Hay también quienes, con todos sus riesgos, asumen decisiones que pueden significar el fin de sus carreras, pero que son benéficos para sus pueblos.
Hans Magnus Enzensberger habla de los héroes de la retirada. Hay dos elocuentes ejemplos. Adolfo Suárez es el protagonista central de la transición española de la dictadura a la democracia. Mijail Gorbachov, con la glasnost y la perestroika, disolvió un imperio, terminó la “Guerra fría” y pasará a la historia como uno de los grandes líderes mundiales del siglo XX. Los dos pierden poder, pero, al retirarse, se ganan una página de honor en la historia.
Hay una segunda categoría: servidores públicos que disienten de las decisiones del gobierno del que forman parte. Pongo varios ejemplos: Gilberto Valenzuela (1925), siendo secretario de Gobernación le presentó su renuncia a Plutarco Elías Calles por haberle perdido la confianza al entonces presidente de la República.
Por causas similares, Manuel Gómez Morin, fundador principal del Banco de México, renuncia a su Junta de Gobierno por haber excedido sus atribuciones al otorgarle créditos a Álvaro Obregón y a Plutarco Elías Calles. Don Manuel repite la respuesta digna al retirarse de la rectoría de la UNAM, cuando percibe que puede dañar a tan noble institución con su permanencia en el cargo después de defender su autonomía en una valiente confrontación con el gobierno que pretendía el sometimiento de esa casa de estudios.
Jesús Silva Herzog habla en sus memorias del grueso expediente de sus renuncias a diversos cargos por disentir de las decisiones asumidas por el Estado. Obligada mención merecen las numerosas dimisiones en el actual gobierno por los mismos motivos, entre ellas la de Carlos Urzúa a la secretaría de Hacienda.
Existen también en estas clasificaciones las separaciones que podríamos denominar obligadas por elemental ética. Son aquellas que se dan cuando un funcionario ha incurrido en estridentes equivocaciones o actos francamente atentatorios a los principios que sustenta una organización. Se dan en todas las naciones y son las respuestas de hombres y mujeres que asumen su conducta inmoral y, por congruencia y respeto a sí mismos y a la ciudadanía, se retiran del cargo.
Ese debería ser el caso de Marko Cortés como presidente nacional del PAN. Su ciclo ha concluido. Además de sus notorias carencias de toda índole, ni siquiera puede alegar un proceso de elección apegado a derecho y a las tradiciones del partido que le otorguen legitimidad de origen. Su “onda grupera”, como se dice coloquialmente, ha sido excluyente y se ha replicado en todas las entidades. Su desempeño ha sido desastroso y la permanencia en el cargo le restaría al PAN, posicionado como segunda fuerza electoral, condiciones de competitividad.
El PAN en su larga marcha (Soledad Loaeza dixit) ha dado ejemplo de mujeres y hombres íntegros, de firmes convicciones y autoridad moral, que esculpieron cotidianamente un prestigio y una imagen. Así ha superado sus crisis internas.
El desprestigio de los partidos y la política ha sido causado por quienes, sin escrúpulo alguno, se aferran al cargo cuando es sobradamente notorio el daño que causan. Tres de cada cuatro panistas coinciden en que Cortés debe retirarse del cargo. Las palabras del fundador resuenan en el alma panista: “No ambiciones lo que no mereces”.
Por: Juan José Rodríguez Prats