Por: Atilio Alberto Peralta Merino
Al paso del tiempo y dados los recientes tensiones ocasionadas, primero por la construcción de infraestructura sobre el Rio Tijuana por parte de las autoridades estadounidenses, y, más recientemente por la reclamación de caudales de aguas con respecto a Texas por parte del presidente Trump; resulta por demás indispensable acudir a las dos aportaciones más significativas que al Derecho Público de nuestro país hiciera don Antonio Martínez Báez, aportaciones que, acaso en su momento, hubieran podido parecer como desconectadas una de otra, pero que la realidad presente, nos las hace vislumbrar como entrelazadas por un eje inquebrantable y hoy patente a más no poder.
El tratado de aguas transfronterizas, suscrito por México y los Estados Unidos en 1944 para el aprovechamiento del Rio Bravo, Tijuana y Colorado; suscitó enorme controversia desde el momento mismo de su suscripción, con tal motivo, llegó a plantearse su inconstitucionalidad, dada la disposición contenida en el párrafo quinto del Articulo 27 que asigna a la nación el pleno dominio sobre las aguas.
Controversia que fue dilucidado a cabalidad por don Antonio Martínez Báez, quién señaló que los alcances de la disposición en cuestión, debía entenderse en relación con las aguas interiores del país pero que, resultaba del todo inaplicable en tratándose de aguas trasfronterizas, respecto a las cuales diversas soberanías se encontraban entrelazadas por lo que el Derecho Público del país resultaba por ende inaplicable a estados extranjeros, en consecuencia, la regulación para el aprovechamiento de las mismas habría de quedar reservado a instrumentos de Derecho Internacional.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación hizo eco del planteamiento esgrimido por Martínez Báez en la materia, como asimismo asumiría otro criterio planteado también por él años atrás, y mediante el cual, dejaría asentado que la obligación de los integrantes del gabinete de refrendar un disposición expedida por el titular del ejecutivo y que al efecto se contempla en el Artículo 92 de la Constitución, se circunscribe en definitiva a actos administrativos y no a leyes emanadas del congreso, para cuya expedición basta el refrendo del secretario de gobernación, sea cual sea la materia de la legislación respectiva, en atención a que es a éste servidor público al que la ley atribuye la relación del ejecutivo con el congreso.
La argumentación sostenida por Martínez Báez fue sustentada en relación con la expedición de la Ley General de Bienes Nacionales del 3 de julio de 1942 y que fue publicada en una primera ocasión en el Diario Oficial de la Federación sin la firma de refrendo de los miembros del gabinete relacionados con la aplicación de su contenido, lo que ocasionó, caso inusitado en nuestra historia legislativa, que el decreto de promulgación se publicase en una segunda ocasión, en medio de una controversia por demás intensa que quedaría zanjada por la argumentación esbozada por don Antonio.
Resulta interesante destacar ambos episodios, dado que la ley de bienes nacionales introdujo un elemento que no se contenía en la primera ley de la materia del año de 1902 de la autoría de don Eduardo Ruiz, y que es el referente a considerar a las “presas” como bienes del dominio de la federación, atendiendo a que, los embalses, no figuran en el texto del párrafo quinto del Artículo 27, el cual jamás ha sido reformado y cuyo texto se encuentra en vigor con la misma redacción con la que fuera escrito por Andrés Molina Enríquez en 1917 al fungir como asesor de la comisión especial que sesionaba en el palacio arzobispal de Querétaro y que presidía Pastor Rouaix.
El dominio público sobre las presas no sólo no estaba contemplado en la Ley de Bienes Nacionales de 1902, sino que tampoco lo estaba en la primera Ley de Aguas Nacionales de 13 de diciembre de 1910 escrita de puño y letra por el propio Molina Enríquez, y tampoco se asignaba sobre las mismas tal carácter en la Ley de Irrigación de 1927 expedida ya bajo la vigencia de la Constitución de 1917.
El párrafo quinto de Artículo 27 reproduce el listado de cuerpos de agua contemplado en la ley de 1910, que, a su vez, reproduce el que lleva a cabo Luis Cabrera en los autos del juicio por las aguas del Canal del Tlahalilo de 1909 y en las que, explica, que dicha enumeración obedeció a decretos expedidos por Antonio López de Santa Anna con miras a regular dichas cuerpos como “vías generales de comunicación”, tal y se dio con el falló de la Corte de Washington de 1803 sobre la navegación por el Rio Delaware.
Resulta por demás interesante observar como una medida de regulación administrativa sobre transporte, se transformó en una disposición concerniente al régimen patrimonial del estado, y haciéndolo de manera casuística en vez de señalar lo que se estatuiría en el Artículo 127 de la Constitución Guatemalteca de 1985 redactada de puño y letra por el jurista Ramiro de León Carpio; o bien lo que estatuían las disposiciones coloniales: que todas las aguas, no sólo las enumeradas en el párrafo quinto del 27, pertenecían a la corona, y posteriormente al estado mexicano como causahabiente de la misma, tal y como lo concluye Luis Cabrera en 1909 en México citando a la Recopilación de la Leyes de Indias de 1680 de Antonio de León Pinello, o como lo afirma en Argentina en 1939 Miguel S. Marienhoff en su tratado citando la precedente de 1643 “Política Indiana” del real oidor de la audiencia de Quito Juan Solorzano Pereyra.
Las tensiones que empiezan a vivirse, ante el descontento social interno por escasez de agua en diversas localidades y ahora también en el ámbito de las relaciones diplomáticas del país, exigen abordar el asunto en cuestión con la entereza y profundidad de conceptos sobre las “presas” y las aguas transfronterizas, como los que esgrimiera en su momento Antonio Martínez Báez, por más que algún idiota quiera tildar tal tratamiento de “pretencioso”.