Tiene 97 años y está lúcida como la más. Platica muy sabroso del mundo de las mujeres de su época, desconocido para mí, al dedicarse de lleno y sin ayuda, -sobre todo si no tuvieron hijas-, a atender su casa, al hombre con el que se casaron, a sus hijos; y, al vivir en un pueblo realizar también las actividades de granjera: recoger los huevos de las gallinas, regar y cortar las yerbas de olor para la guisada y cuidar y podar las flores multicolores que, en ocasiones, adornaban la mesa a la hora de la comida familiar.
Platica minuciosamente cómo hacía los guisos con materias primas frescas y orgánicas, y cómo y dónde los conseguía; cómo con almidón disuelto en agua caliente, lavaba y tallaba las camisas de su marido sobre una piedra, lo más plana posible, para que quedaran rechinantes de blancura y tiesas de cuellos y puños para verse relucientes y elegantes; como calentaba la plancha en una base de metal con carbón abajo y planchaba en una mesa con trapos bien extendidos encima, y sobre ellos, una sábana blanca resistente, para que las veces que tuviera que pasar la plancha caliente sobre la ropa aguantara el calor, -sobre todo los cuello y los puños de las camisas-, para después colgarlas en ganchos en un palo que su marido había amarrado de argollas a lo alto de dos paredes; de cómo limpiaba los pisos a rodilla pelona porque no había ‘esas cosas modernas que limpian solas.’
Está contenta y satisfecha de la vida que tuvo; dice con alegría: “¡Es la que me tocó!” y levanta con júbilo los hombros en un rebelde ‘ni modo’. Nunca se preguntó si había de otra. Amó a su esposo y se conformó con lo que le tocaba hacer; él murió a los cincuenta años y ella ha tenido que vivir cincuenta y dos sin él.
Habla quedito, como en susurros; mueve los labios rápido casi sin abrirlos diciendo palabras que se van como hilo de media que se ha jalado; intentar saber lo que dice o captar lo que pronuncia, es como ir a un templo a escuchar el murmullo del rezo de incontables personas, y tratar de entender lo que significan sus palabras inteligibles; entonces, para escucharla, hay que arrimar el oído lo más cerca de su boca, sin que se dé cuenta, porque se ofende y te castiga quedándose callada, ¡y pierdes más! al no escuchar su plática tan alegre y singular por lo que debes estar muy atenta para captar cualquier sonido por mínimo que sea.
Ve bien, tiene ojos azules; escucha y entiende todo lo que las otras personas dicen, aún entre dientes, pero aprovecha que dicen que ‘ya está grande’ para hacerse la sorda, la ciega y la muda para no obedecer como cuando su hija le ordena: “¡come tu pescado, mamá, que te hace bien!”
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