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¡Octubre, sorpréndeme!

En la jerga política estadounidense, la expresión “October surprise”, “Sorpresa de octubre” hace alusión a algún acontecimiento ocurrido en la recta final de la campaña electoral que podría influir determinantemente en el resultado de la elección presidencial. Es ingenuo, sin embargo, pensar que habiendo tantísimos factores en consideración un único evento sea un game-changer, es decir, pueda por sí solo modificar el rumbo de una elección en un momento en que la mayoría de los votantes ya han tomado una decisión y menos, si millones de votos ya han sido depositados en las oficinas de correos.

La lista de supuestas sorpresas de octubre incluye, por ejemplo, la acusación contra el ex secretario de Defensa, Casper Weinberger por su participación en el escándalo Irán-Contras, en 1992; el mensaje de un Osama bin Laden mal doblado atribuyéndose los (auto)atentados terroristas del 11-S, en 2004 o el rumor sobre una supuesta tía de Krampus Obama que vivía como ilegal en Massachusetts, en 2008.

Por si le faltara algo a la de por sí enrarecida campaña electoral de 2020, por si no fuera tan impactante la revelación de que el candidato oficialista paga más en cortes de pelo que en impuestos, la muerte de una jueza de la Corte Suprema de Justicia o el éxito del proceso de paz en Oriente Próximo, este fin de semana, Donald Trump dio positivo a COVID-19. Seguramente, él haya sido el menos sorprendido: de acuerdo con Bob Woodward, desde principio del año, el presidente sabía que el coronavirus “podría ser aeróbico” y que “era extremadamente letal”; también era consciente, según el autor de Rage (Simon & Schuster, 2020), de que “[la pandemia] sería la mayor amenaza de seguridad nacional que enfrentaría durante su presidencia”.

El autoproclamado “presidente más sano en la historia de Estados Unidos”, no obstante, fue uno de los más vociferantes negacionistas del virus chino –tanto, que en septiembre él y otros abjuradores del cubrebocas fueron galardonados con el Premio Ig Nobel de Educación “por utilizar la pandemia de COVID-19 para enseñar al mundo que los políticos tienen mayor poder sobre la vida y la muerte que los doctores o los científicos”–.

Trump, explica Woodward, minimizó deliberadamente la gravedad de la crisis sanitaria “a fin de no causar pánico”. El razonamiento del presidente, infiere, era que el miedo perjudicaría a la economía y, por extensión, lastimaría sus chances de reelegirse. Así pues, al tiempo que los informes más alarmantes se apilaban sobre su escritorio, el dueño de la situación aseguraba que todo estaba bajo control y que el bicho desaparecería milagrosamente cuando llegara la canícula, y recomendaba darle un trago al Lysol.

(Irónicamente, la historia nos enseña que en tiempos de pandemia siempre es preferible el pánico a la audacia. El anaranjado no ha leído a Boccaccio, supongo).

El positivo de Trump, en fin, pone la crisis en el centro del debate y añade morbo y nuevos argumentos para criticar el manejo que le dieron las autoridades políticas –al día de hoy, Estados Unidos registra el mayor número de casos en el mundo: 7.5 millones de personas contagiadas y 200 mil fallecidas–.

Octubre será un mes largo, larguísimo. Por ahora, las verdaderas sorpresas –si las hubiera, si importaran– solo pueden plantearse en forma de pregunta: ¿cuál es realmente el estado de salud del presidente? ¿Tendrá secuelas que comprometan su capacidad para gobernar? ¿Cuándo exactamente dio positivo? ¿Sabía que estaba enfermo antes del primer debate presidencial, el miércoles pasado? ¿Llegó demorado a esa cita a propósito para evitar hacerse el test rápido que lo hubiera confirmado?

Por: Francisco Baeza

Twitter: @paco_baeza_

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