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Llegamos tarde al banquete de la civilización
Alfonso Reyes

La empresa pública en México ha sido un rotundo fracaso. La privatización iniciada desde 1982 con el gobierno de Miguel de la Madrid obedeció al criterio de que los particulares podrían hacerlo mejor, pero también a que el Estado ya no soportaba la pesada carga de las pérdidas que todas, sin excepción, padecían. La campeona era la Compañía de Luz y Fuerza del Centro.

Hemos padecido una crónica ineficacia como administradores. El sector paraestatal incurrió en una brutal “empleomanía”, frecuentes actos de corrupción, personal incapaz en su conducción, sindicalismo viciado y, lo más grave, indefinición de sus fines. El sector privado lo tiene claro: obtener ganancias. Difícilmente encontraríamos razones aceptables que nos expliquen por qué el gobierno incursionó en áreas tan diversas y complejas, sin precisar el bien común a perseguir.

La frustrada y posteriormente tardía reforma al sector energía discutiéndose en los últimos 30 años constituye una ignominia y una infamia. Es una mezquindad que ha impedido tener un adecuado marco jurídico que permita el despliegue potencial de uno de los sectores económicos llamado a ser el gran detonador de desarrollo y bienestar.

Tanto el derecho consuetudinario como el deliberado son de una gran relevancia. El primero avanza conforme la realidad cambia, por eso hay mayor garantía de su observancia y cumplimiento. Pero en el segundo, si el Poder Legislativo no percibe los cambios que los hechos reclaman, el derecho puede convertirse en un pesado lastre. Entonces, en lugar de ser una herramienta para alcanzar seguridad y justicia, deviene un obstáculo insuperable que propicia estancamiento e inclusive retroceso.

El artículo 20 aprobado por el Constituyente de 1856-57, señalaba como áreas exclusivas la acuñación de moneda y el correo, monopolios naturales del Estado. Los diputados Guillermo Prieto y José María Mata alegaron que esa reforma permitiría estimular al sector privado en las otras actividades económicas. El porfiriato, consecuente con esa política, fue un impulsor eficaz, aunque con grandes inequidades, de la inversión nacional y extranjera.

A partir de 1917 vino una importante reversión. Empezaron a introducirse en nuestra Carta Magna mecanismos que, paradójicamente, protegían al Estado de los ciudadanos. Esto es, inhibían la competencia y le señalaban al sector público obligaciones más allá de sus tradicionales funciones. Esto condujo a un rotundo fracaso. La última de esas perversas reformas constitucionales fue el malhadado concepto de “áreas estratégicas” como exclusivas del Estado, señaladas pero nunca explícitamente definidas ni justificadas.

El PAN no apoyó la iniciativa del presidente Ernesto Zedillo para permitir la inversión privada en el sector eléctrico. Inclusive se proponía vender las termoeléctricas y destinar esos recursos para el servicio de agua a las comunidades. Nunca debió negarse el partido de Gómez Morin, su doctrina es muy precisa: “Tanta sociedad como sea posible, tanto Estado como sea necesario”. Esa desavenencia se vio continuada en los 12 años de gobierno panista. El PRI se vengó y la “izquierda”, atrincherada desde siempre en un obsoleto nacionalismo, ni siquiera se preguntó cuál era la preeminencia del interés general.

La reforma se hizo por fin en el pasado sexenio. Creo que esta y la educativa son lo único rescatable de ese nefasto periodo. El actual gobierno, con una absoluta carencia de responsabilidad, frenó lo que podría haber sido la más importante inversión de capital.

Desde hace meses se ha postergado el anunciado programa de inversiones públicas y privadas en el sector energía. Ayer se dio a conocer. Presiento que se hizo demasiado tarde. Un patético ejemplo de irresponsabilidad, negligencia y prevalencia de dogmas y prejuicios. Las consecuencias las pagaremos los mexicanos de hoy y mañana.

Por: Juan José Rodríguez Prats

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