Eva cumplía cien años. Era obligado celebrar el gran acontecimiento y la familia se organizó para el evento donde le expresarían todo su amor y gratitud por lo ofrecido siempre de manera desprendida.
Tuvo dos hijos, niño y niña, cuyo padre era un español que se creía dueño y conquistador no sólo de América Latina, sino de algo más extenso y hondo: del mundo entero de Eva quien le entregó su amor y su vida sin pedir nada a cambio, y que él tomaba a capricho. El español se fue como había llegado: con gloria y sin pena, con orgullo y sin contención, con todos los derechos y ninguna obligación, y sin avisar.
Eva como tuvo a sus críos, los mantuvo: sola, sin apoyo económico y sin figura paterna que sirviera, aunque fuera de bulto. Salió de la Puebla levítica e hipócrita de hace cien años, a la ciudad de México a trabajar dejando a sus hijos al cuidado de su mamá; primero, para evitar ser condenada y aislada por prejuicios sociales; y segundo, para conseguir trabajo donde no la conocieran y poder tener un ingreso para mantenerse a sí misma y a su familia.
Llegó a la ciudad de México a una colonia obrera a rentar un catre en un cuarto de una vecindad cerca de la fonda donde servía de mesera. Enviaba dinero por telégrafo -modalidad de ese entonces-. No tenía descansos ni dinero para visitar a sus hijos quienes estudiaron primaria, secundaria y una carrera corta, y la familia no quería que se apareciera para conservar su honorabilidad.
Cuando su hija empezó a trabajar y tuvo hijos, a Eva la regresaron del exilio para atender a sus nietos para hacerle de mamá, sirvienta, cocinera, mandadera y todo lo que se añada; y su hija, -heredera de los soberbios genes del padre, salpicados de resentimiento de por aquí y por allá-, la maltrataba física y emocionalmente; sus nietos y yerno la adoraban, pero no intercedían por miedo a un leviatán en casa.
Volvamos a la celebración de su centenario: fue un éxito; Eva bebió mucha agua que se convirtió en vino, y cuando se fue a dormir, le pusieron su pañal para que no mojara el colchón. Hubo familia que se quedó a pernoctar y al día siguiente, al atender su hija a Eva, se oyeron gritos hasta lo más recóndito de la casa, evidenciaba el maltrato verbal y emocional hacia una adulta mayor indefensa: “¡Eres una cochina, mira nada más cómo te orinaste en el colchón, en toda la ropa de cama, tu pijama y calzón! ¡Ahora a ver cómo te bañas y te vas a dormir en el mismo colchón en la noche!”, le advirtió.
Una sobrina de Eva subió corriendo y vio, además, el maltrato físico que se le imponía, y se escucharon los gritos en la planta baja: “¡¿Qué esperabas, pendeja, si bebió mucha agua y no es capaz de pararse sola al baño?! ¡Deja de gritarle y jalonearla o te la vas a ver conmigo! ¡El pinchi colchón se lava o se compra otro, pero a ella no me la vuelves a tocar!” Se destapó la cloaca, ¡por fin!
Los familiares tibios, de formas correctas y excelsas, ubicados en la planta baja, le dijeron a la sobrina que así no era la manera y la corrieron porque no había vuelta atrás. Salió de inmediato, no por miedo sino directo a denunciar el maltrato que Eva sufría en manos de su propia hija. Así, aunque fuera un día después de sus cien años, ¡hubo alguien que la protegió!
Si Eva en el Paraíso hubiera tenido una sobrina que la defendiera del diablo, de los tibios, los correctos y los indiferentes, ¡la historia humana sería otra!
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