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Las lecciones de la realidad no matan al idealista: lo educan
José Ingenieros

El primero de septiembre de 1999 viví uno de los momentos más intensos de nuestra paupérrima y opaca vida parlamentaria. Carlos Medina Plascencia, en su calidad de presidente de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, respondió el V Informe del presidente Ernesto Zedillo. Con su intervención, le daba la puntilla al presidencialismo autoritario con atribuciones metaconstitucionales y con un exacerbado poder. Desde el inicio el panista arremetió con una crítica feroz, acumulada por muchos años por la oposición más longeva y persistente, en sus reclamos hacia el languidecido sistema. Hacía un ejercicio de congruencia.

La respuesta no se hizo esperar. Los priistas estaban enardecidos, consideraban que Medina hablaba a nombre de un poder y no debía asumir una posición partidista. En medio de ese aquelarre, mi amigo y talentoso compañero de concursos de oratoria, Eduardo Andrade, no cesaba de protestar airadamente, mientras la oposición celebraba con algarabía.

Aún recuerdo los rostros descompuestos de dos buenos políticos y amigos, magníficos seres humanos, Dionisio Pérez Jácome y Fernando Ortiz Arana caminar por el pasillo central, manifestando su irritación.

El presidente Zedillo, sonriente y un tanto sorprendido, abandonó el recinto con parsimonia, saludando a los asistentes a la ceremonia. Yo estaba a la orilla del pasillo. Al darme la mano, me salió del alma un reclamo: “¡Rinda cuentas, señor presidente!”. José Ángel Gurría venía a su lado y me increpó: “¿A quién, a ti, pobre pendejo?”. Le respondí: “Sí, a mí, soy diputado federal”.

Tengo la mejor opinión de Gurría, le reconozco un gran talento y lo considero un hábil profesional en finanzas públicas. Ha sido un factor muy importante para superar nuestras crisis económicas. En lo personal, le agradezco su intervención para obtener un crédito para concluir la Central de Abastos de la Ciudad de México, cuando yo era el director a cargo de construirla y echarla a funcionar. Se logró en medio de grandes turbulencias apenas una semana antes de concluir el gobierno de José López Portillo. Me expliqué el exabrupto de José Ángel en la ceremonia del informe, pues por sus venas también corre sangre tabasqueña.

Paso a otro evento histórico. Del 19 al 21 de septiembre de 1996 se efectuó la XVII Asamblea del PRI. En la Mesa de Estatutos estaba mi fraternal amigo y paisano Raúl Ojeda, quien propuso incluir como requisito para ser candidato a la presidencia de la República de ese partido haber ocupado un cargo de elección popular. Detrás de la iniciativa con dedicatoria había fuertes intereses porque eliminaba a varios aspirantes. Los delegados la aprobaron, lo cual provocó la salida de Santiago Oñate, último líder priista que reunía el perfil por su inteligencia, preparación y trayectoria.

Zedillo gobernó seis años. Corrigió el error de diciembre de 1995 y el último año de su gestión alcanzó un incremento del PIB similar al de su caída en aquel año y permitió la alternancia en la Presidencia de la República. Presume de ser el protagonista de la transición democrática.

Francisco Labastida (candidato que sí cumplía los requisitos de aquella asamblea) siempre ha dicho que, a pesar de los enormes recursos (Pemexgate) con que se le apoyó, Zedillo lo abandonó en la campaña. De no haber sido por aquella maniobra, el candidato habría sido Gurría y, en el siempre divertido ejercicio de la historia antifactual, me pregunto, ¿habría perdido? ¿Habría prolongado su vida el agónico viejo PRI?

Lo anterior nos debe llevar a una reflexión. Dejamos atrás un sistema autoritario pero fallamos en construir un Estado democrático. Fue una transición votada, no pactada como se ha dicho o producto de las circunstancias. ¿Fallamos los hombres? ¿Fallaron las ideas? Pensar sobre el asunto no es un ejercicio inútil.

Por: Juan José Rodríguez Prats

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