A mi hijo, el ser más preciado de mi vida: y a todos los
jóvenes que con tantas ganas y tanta maestría se quieren
tomar el mar de un buche (y lo hacen…) Hoy más que
nunca estoy convencida que son los jóvenes quienes van a salvar a este mundo. Yo con ustedes, incondicional.
Unos días antes de cumplir años —con la piel curtida de historias, la lengua afilada y la dignidad intacta—, sentí un dolor que no pude explicar. No era un dolor físico común de los que nunca he padecido: era una especie de rebelión interna, como si mi cuerpo, después de años de buena conducta, decidiera organizar un motín patético sin previo aviso.
Y yo, fiel creyente en los poderes de la manzanilla, el anís estrella y la ruda bendita, respondí como buena bruja contemporánea: con tés, compresas e invocaciones. Pero el dolor, invitado necio, no se fue, sino que se acomodó e incrementó. Dormía conmigo, despertaba conmigo, caminaba conmigo, respiraba conmigo; un inquilino molesto con contrato indefinido.
Llegué cuatro veces a urgencias del Hospital Universitario de Puebla con gesto de: “¡Ayúdame porque me muero!” Lo único que me dolía más era pasar mi cumpleaños, 25 de abril, sin el pastel de piñón que me encanta. En el HU, hadas y duendes mágicos y alegres, me canalizaban con precisión artística, recitando conjuros de sonidos dulces, amplias sonrisas y miradas tiernas: nombres de medicamentos como si fueran plegarías en latín alegre y melódico; me inyectaron esperanzas en frascos que quitaban el dolor, pero no la dolencia, porque el padecimiento se apostó de mí: burlón, terco, incisivo, mordaz, ¡mío y más mío que nunca!
Entonces una de voz interna de mujer sabia y cero tolerancias, me aulló: “¡Ve con un internista particular!”. Obedecí. Estudios de imagenología revelaron el misterio: Mi vesícula, desde hace mucho tiempo, se había convertido, sin aviso ni estética, en una fábrica de joyería artesanal: un cofre pletórico de piedras preciosas cultivadas con esmero desde hace tiempo, ¡muchas, un chingo! Tantas que pude haberlas convertido en varios collares étnico de doble vuelta al cuello, de haberlas guardado.
Con estudios y diagnóstico en mano regresé al Hospital Universitario, no como paciente novata y dolor repetitivo, sino como veterana con causa para ser internada de urgencia, por urgencias y operada de emergencia; ya me conocían por mi rostro, figura, color de cabello, tono de voz, facciones, por mi curiosidad, mi optimismo y mi gran alegría de vivir: sabían mi nombre, mi número de expediente y la forma en que pedía mi gelatina. A esas alturas ya tenía sincronizados a todos y cada uno de los jóvenes médicos y enfermeras, con el latido de mi corazón: en sus cambios de turno, los ritmos de sus pasos, sus tonos de voz entre brujos y maestros con aprendices y practicantes. Quedé embelesada por sus risas, sus sonrisas, su amabilidad, su plática, sus ganas de vivir, sus ganas de salir al mundo a echarse el mar de un buche. Aprendí a dormir con la luz encendida, a perderle el pudor a la bata que todo lo insinúa y nada cubre, y a tener conversaciones profundas con mi suero.
La Dirección General del hospital sabía mi historia. La subdirectora Lupita, joven y atenta me trató con amabilidad y prestancia, con esa mezcla de empatía y sorpresa que tienen los médicos que aún conservan el alma intacta. Me programaron para cirugía el 9 de mayo con el Doctor José Álvaro López Loredo (de ojos brillantes que sacan chispas y encienden almas, y manos mágicas) y su equipo.
La operación fue un éxito. Precisa, elegante, sin complicaciones. Gracias a un equipo médico que no solo cura, sino que abraza con el gesto y las palabras. Gracias a mi hermana Gloria y a su hija Pipis, que no se movieron de mi lado, haciendo turnos de amor y presencia a igual que Pp. Pasé, no sólo mi cumpleaños sino el Día de las Madres en cama, rodeada de mujeres valientes, fuertes, como Isa y Martha, que celebramos juntas la vida, al hacer de este lugar el más festivo junto con nuestras amigas médicos, practicantes y enfermeras.
Pero fue ahí, en esa habitación compartida, donde redescubrí que el cariño se filtra por todas partes. En la voz suave de una enfermera. En el apretón de manos de una vecina de cama. En la mirada sincera de quien te dice “va a estar bien” y realmente lo cree.
Hoy estoy en casa, Sin la puta vesícula y más plena de gratitud a la vida. A veces, la vida nos enseña desde el fondo del cuerpo; nos regala el privilegio de caer para darnos cuenta de quiénes nos sostienen. No hubo pastel este año… pero hubo amor, médicos con alma, familia leal y una nueva historia que guardar entre mis cicatrices.
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