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La vida es un caos, pero tiene sus secretos
Juan Villoro

El primer fin del Estado de derecho es el orden, lo cual implica la convergencia en el acatamiento de ciertos principios básicos. Esto fue denominado “religión civil” por Rousseau; “pacto en lo fundamental” por nuestro jurista y parlamentario Mariano Otero; “patriotismo constitucional” por el filósofo alemán Junger Habermas, por solo mencionar algunas referencias. Constituye un elemento esencial de los sistemas políticos para que puedan tener legitimidad, estabilidad y capacidad de adaptación a los cambios que la realidad requiere. Menciono algunos ejemplos.

La monarquía parlamentaria española se ha visto cuestionada en los últimos tiempos. Felipe VI, rey y jefe de Estado, en un trascendente discurso, señaló: “Los valores democráticos, el respeto a la pluralidad y a las diferencias y la capacidad de dialogar y alcanzar acuerdos son principios que no pierden nunca vigencia”.

El régimen presidencial estadunidense ha padecido enormes riesgos de retroceso y lejos está de considerarlos superados. Sus instituciones han resistido severas embestidas. Las democracias no están exentas de equivocarse, pero afortunadamente saben corregirse.

En América Latina tenemos tres ejemplos de lo bueno y lo malo. Chile ha enfrentado un atentado al orden jurídico difícil de definir, pero su clase política madura ha sido sensata para responder a las demandas. Venezuela, que sin acuerdos de la oposición está escribiendo una página patética en la tortuosa historia latinoamericana. Y Cuba, con el movimiento denominado San Isidro del 27 de noviembre, mediante el cual intelectuales reclaman respeto a la libertad de expresión. Me atrevo a pronosticar que este será el inicio del fin de la dictadura más longeva de nuestro continente.

México enfrentará grandes desafíos en el 2021. La tarea más urgente es el respeto a la ley, así de simple. Ahí es donde debe enfocarse el consenso. Nuestras normas jurídicas han sido reiteradamente distorsionadas en su aplicación. La equidad de género se ha corrompido con burdas maniobras de simulación; el intento de profesionalizar el trabajo parlamentario, al permitir la reelección, ha fortalecido los cacicazgos; la concurrencia de las elecciones ha propiciado que la ciudadanía vote por inercia, sin ponderar los méritos de los candidatos. En algún recóndito lugar debe estar el adefesio jurídico denominado Constitución de la CDMX. La conclusión es categórica: hemos fracasado pretendiendo hacer cultura política democrática con leyes. Se requiere de convicciones, hábitos, ejercicio cotidiano de virtudes, asumir deberes.

Sí, el reto es mayúsculo. Existe la mafia del poder, pero, perdón la redundancia, está en el poder, no en la oposición. Un grupúsculo que ni siquiera se puede calificar de meritocracia está instrumentando las formas más perversas para impulsar a los personajes menos idóneos, con los procedimientos más rancios, a los cargos en disputa.

Me asombra que todavía hay quienes condenen una alianza para evitar esta real amenaza, argumentando que es una oportunista mezcolanza ideológica. Aclaremos. Son escasas las ocasiones en que ha habido una real confrontación de ideas en México. Señalo dos: la Revolución de Ayutla que plasmó sus principios en la Constitución de 1857 y el movimiento cristero (1920-30), hecho por mexicanos depauperados en defensa de sus creencias. Ha habido la exigencia de respetar la ley y esa es la causa que hoy nos anima. Sobran también los casos de contiendas cargadas de mezquindades y prejuicios.

Nos urgen las coincidencias, no nos ponemos de acuerdo ni siquiera para combatir el COVID-19 y la consecuente distribución de la vacuna. No agreguemos más confusión y discordia al ánimo nacional, no son tiempos de rencillas estériles. Se percibe un clamor reiterado a la cordura, a la generosidad, a la altura de miras. Sería suicida no atenderlo.

Por: Juan José Rodríguez Prats

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