El 7 de junio de 1981, un escuadrón de ocho aviones de combate F-15 y su escolta de seis F-16 despegaron de la base aérea de Etzion, al sur de Israel. Cruzaron el golfo de Aqaba –literalmente, volándole la corona al rey Husein– y penetraron en espacio aéreo enemigo. Atravesaron furtivamente Jordania y Arabia Saudita hasta llegar a Iraq, su objetivo. A pocos kilómetros de Bagdad descargaron sus Mark 84 sobre el muy moderno reactor nuclear Osiraq, fabriqué en France, vital para el desarrollo de las primeras armas nucleares de Sadam Husein, destruyéndolo.
Esa misma tarde, un eufórico Menahem Begin expuso al mundo el fundamento filosófico de los ataques preventivos de Israel:
“Nunca permitiremos que el enemigo consiga armas nucleares […] Los atacaremos antes, no después porque después quizá sea demasiado tarde”.
La Doctrina Begin es la piedra angular de la política exterior israelí. Sus antecedentes puedes rastrearse hasta la década de 1960, cuando a Israel le dio por amedrentar a científicos alemanes que colaboraban con el programa de misiles de Egipto y para lo cual ficharon al mismísimo Otto Skorzeny. La doctrina justificaría, luego, operaciones en Túnez, para decapitar a la OLP o en Siria, para destruir un complejo nuclear sirio-norcoreano.
Durante la última década, el principal objetivo de los ataques preventivos de Israel ha sido Irán, cuyo programa nuclear representa la mayor amenaza a su existencia desde que Nabucodonosor sitió Jerusalén. Los israelíes han recurrido a todos los medios a su disposición a fin de si no frustrar, sí, al menos, entorpecer el progreso militar del enemigo: han asesinado a sus científicos, han infectado sus computadoras con virus maliciosos, han llevado a cabo operaciones clandestinas utilizando como pantalla a organizaciones terroristas como MEK, PJAK o Jundalá.
Desde que Estados Unidos abandonó el acuerdo nuclear con Irán, lo cual implicó enterrar la esperanza de lograr una salida amistosa a la crisis, la tensión regional ha venido hilando nuevos máximos. Observando la desaparición de los últimos diques diplomáticos, políticos y económicos que pudieran contener las ambiciones nucleares iraníes, y calculando que un nuevo presidente estadounidense sería menos condescendiente que el bff Trump, en las últimas semanas, Israel ha castigado las instalaciones estratégicas de Irán con una brutalidad sin precedentes. El agresor lo niega, por supuesto; “shilmazel”, mala suerte (guiño, guiño):
El 26 de junio, una explosión destruyó la fábrica de municiones de Khojir, adyacente a la base militar de Pachir, el centro neurológico del programa de misiles balísticos iraní; el 2 de julio, otra explosión dañó las instalaciones subterráneas de la central nuclear de Natanz, la principal planta de enriquecimiento de uranio del país; el 15 de julio, media docena de barcos se incendiaron en el puerto de Bushehr. Incidentes similares han ocurrido en Teherán, Ahvaz o Isfahán.
Al mismo tiempo, la fuerza aérea israelí ha intensificado su campaña aérea contra posiciones de Hezbolá, el proxy favorito de Irán. Preparándose unos y otros para la revancha de la guerra de 2006, los bombardeos han tenido como principal objetivo los convoyes de armamento iraní que cotidianamente cruzan de Siria a Líbano. Debido al hostigamiento israelí, según fuentes de inteligencia, la milicia ha debido diversificar sus vías de abastecimiento, “utilizando cada vez más las rutas marítimas comerciales y específicamente, el puerto de Beirut”. Este se ha convertido, aseguran, en “el puerto de Hezbolá”…
En esto estábamos cuando dos explosiones destruyeron el mentado puerto de Beirut, Líbano.
Los accidentes ocurren, sí, pero cuando ocurren en estas circunstancias es imposible no vérseles con un dejo de sospecha.
Por: Francisco Baeza
Twitter: @paco_baeza_