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Verdades contradictorias de que está hecha la condición humana
Mario Vargas Llosa

Me encanta el verbo deliberar, las naciones que saben hacerlo le imprimen mayor racionalidad a la política. Bien dice el estudioso de Maquiavelo, Forte Monge: “La política es siempre un espacio de sombras, pero la renuncia a un mínimo grado de saber significa ponerse enteramente en manos del azar y el caos: un suicidio político”.

En Europa se decía que había cinco instituciones perfectas: el ballet ruso, la ópera italiana, la curia católica, el Estado Mayor alemán y el Parlamento inglés. Este último perdió una gran batalla cuando, vía referéndum, se decidió algo que era del ámbito de su competencia. Por razones electorales la democracia directa se impuso a la representativa en una victoria pírrica. La decisión del brexit pasará a la historia como un gran desacierto político.

Una de las escasos beneficios que la pandemia puede propiciar es, en lugar de mutuamente insultarnos y descalificarnos, mejorar nuestra capacidad para deliberar, entendida como un proceso que concluye, balanceados pros y contras, con la liberación de un pensamiento del cual emanan deberes asumidos por gobernantes y gobernados.

Esta función le corresponde al mal llamado Poder Legislativo, al que se le dieron también atribuciones para hacer leyes durante la República romana y se le ratificaron en Inglaterra (siglo XV), provocando que se soslayara su tarea más trascendente: controlar el poder, ser contrapeso, acotar al Poder Ejecutivo.

Las leyes se discuten, se legitiman en el proceso legislativo, pero son, o deben ser, de la autoría de juristas. Cuando a una iniciativa le meten mano las cámaras, por lo general la distorsionan. Un refrán lo dice: “un dromedario era un caballo antes de pasar por una comisión legislativa”. La evidencia más palpable es el grave deterioro de nuestro Estado de derecho con la diarrea de leyes que hemos padecido, consecuencia de nuestra frustrada transición democrática. Hicieron más por la democracia y en el cumplimiento de su deber los 13 legisladores de oposición que evitaron el periodo extraordinario de sesiones para aprobar una iniciativa notoriamente anticonstitucional, que las cámaras aprobando normas que solo han engrosado el mamotreto de papeles inservibles.

La interlocución entre Poder Ejecutivo y el Legislativo está en el centro de la teoría política y del derecho constitucional. Si ese diálogo se pervierte, falla la democracia. Analicemos a los protagonistas.

El presidente López Obrador es el único que no percibe la ostentosa incompetencia de un gabinete desarticulado, agazapado, pasmado. Los titubeos del secretario de Hacienda lo reflejan todo. Grave que el responsable de la política económica y el jefe de Gabinete, transmitan incertidumbre e incurran en incongruencias.

Para infortunio de los mexicanos, esto se corresponde con representantes populares que, con notables excepciones y por culpa de los partidos políticos, están muy lejos del perfil parlamentario. Insisto, las asambleas no sirven para hacer leyes, sino para reclamar, para hacer más pública nuestra vida pública, para precisar hechos y fincar responsabilidades, para dar luces a nuestro sombrío porvenir. Los escasos destellos de su desempeño histórico lo acreditan.
Urge un balance. En el Ejecutivo tenemos a alguien cuya característica principal es hablar, aunque no tenga nada que decir, incurriendo en lo fácil: denostar a enemigos imaginarios que no pueden defenderse ante la aplastante voz presidencial.

Se confirma una vez más, somos un pueblo surrealista. Nadie lo hubiera pensado, cualquier péndulo se quedó corto. Pasamos de la “dictadura perfecta” a la presidencia insignificante. El vacío es el mayor peligro.

El discurso presidencial está agotado. Ayuno de ideas, monotemático, egocéntrico. Las mañaneras han hartado a buena parte de la opinión pública. Démosle seriedad a la política, por cierto, también una buena dosis de decencia entre otros requerimientos.

Por: Juan José Rodríguez Prats

Correo: rodriguezpratsj@gmail.com

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