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Las crisis, decía Bertolt Brecht, resumiendo a Gramsci, ocurren “cuando lo viejo no ha acabado de morir y lo nuevo no ha acabado de nacer”. En ese interregno, completa Gramsci, “suceden los fenómenos morbosos más diversos”, “asoman los monstruos” (Cuadernos de la cárcel).

Siempre según nuestro italiano favorito, México está atravesando por una crisis de naturaleza hegemónica, es decir, una que supone la pérdida abrupta de la legitimidad de la clase dominante tradicional, la cual hasta hace no mucho detentaba un liderazgo político, cultural y moral, y el surgimiento escalonado de una nueva clase dominante legitima que defiende valores diametralmente opuestos.

En ese intersticio crítico en la que todo se (cuarta)transforma aparecen monstruosidades que se enrocan en los márgenes de una lucha de clases inédita en la cual los remanentes de la elite corrupta que gobernó el país las últimas tres décadas (el fascismo fifí) y los gibranes que aterrizaron en palacio cargando maletas cargadas de resentimientos (la ultraizquierda chaira) la lían, unos para restaurar sus privilegios a claxonazos y los otros para imponer su visión de país a golpe de votos.

La crisis mexicana, con sus características propias, por supuesto, no es un hecho aislado sino parte de la crisis global de la democracia liberal, la forma de dominación aparentemente definitiva emergida de los escombros de la Segunda Guerra Mundial:

Hace rato que la democracia liberal viene arrastrando la cobija, enferma por la pérdida de legitimidad de los gobernantes, a quienes para participar del gran banquete de las naciones se les ha exigido un cover excesivo: someterse a los dogmas del neoliberalismo, a las fórmulas del Consenso de Washington y a las recetas del Banco Mundial, del FMI y del Departamento del Tesoro estadounidense; rendirse, en fin, ante un sistema que les obliga a defender los intereses de extraños antes que los de sus propios ciudadanos.

(Dicho en clave gramsciana, al desconectarse unos de otros se ha roto el consenso histórico; “la clase dominante ha dejado de ser dirigente, a pesar de conservar aún cierto poder coercitivo”).

La respuesta natural a la pérdida de legitimidad de los gobernantes ha sido surgimiento de una generación de autócratas antisistema que han capitalizado exitosamente el descontento popular, proponiendo, cada cual en su propio idioma, que la mejor política exterior es la interior. En ese mismo cajón entran Trump, Bolsonaro, Orban, el gemelo más malo de los Kaczynski, el gatillo más rápido de las Filipinas, el cómico salvadoreño que ya no causa ninguna gracia…

(Todos ellos son el resultado lógico de la movilización de las grandes masas que “han pasado de golpe de la pasividad a la actividad política”, haciendo reivindicaciones cada vez más nacionalistas).

¿Podrán consolidarse en las urnas los procesos revolucionarios legítimos o reaccionarán las clases dominantes defenestradas utilizando nada más que la coerción?

Veremos.

Nota bene:

Al deliberadamente ambiguo Gramsci le hemos leído siempre a piacere, interpretándolo, resumiéndolo, retorciéndolo cada quien según sus propias causas. Ya lo decía Sacristán: probablemente, Gramsci estaría mejor sin compañía.

Por: Francisco Baeza

@paco_baeza_

Por IsAdmin

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