el Sur Global como escenario de la “Crisis de Futuro”
20/nov/2025
La segunda década del Siglo XXI ha traído consigo el colapso del contrato social post-neoliberal, exacerbado por la irrupción tecnológica y una crisis profunda de los autoritarismos tradicionales en el Sur Global. En este contexto volátil, las protestas lideradas por la Gen Z comenzaron a surgir en el continente asiático a principios de la década de los 2020, marcando el inicio de un fenómeno novedoso.
Las movilizaciones en Bangladés, que culminaron con el derrocamiento del gobierno de Sheikh Hasina en agosto de 2024, se citan ampliamente como la primera revolución exitosa de la Gen Z en el mundo. A esto se suma el activismo en Nepal en septiembre de este año, que marca un punto de inflexión simbólico en la intensificación de este fenómeno global.
La estética de la resistencia y la filosofía “Be Water”
La Gen Z ha redefinido la estética y la táctica de la protesta. En Tailandia y Birmania (Myanmar) entre 2020 y 2021, los estudiantes de secundaria del “Bad Student movement” desafiaron tabúes intocables, como la monarquía, utilizando símbolos de la cultura pop. El saludo de tres dedos de Los Juegos del Hambre o los hámsters de Hamtaro marcaron una nueva pauta visual que descolocó a las dictaduras tradicionales.
Más allá de los símbolos, hubo una evolución estratégica crucial. Mientras que las protestas de los Millennials post-2008 solían ocupar plazas —una táctica estática fácil de reprimir—, la Gen Z asiática adoptó la filosofía “Be Water” (ser agua). Estas son protestas líquidas y rápidas, convocadas por Telegram o AirDrop y disueltas antes de que llegue la policía, solo para reaparecer en otro lugar. Un ejemplo de esta evolución son las protestas masivas en Birmania contra el golpe militar del Tatmadaw, conocidas como la Revolución de Primavera, que comenzaron en 2021 utilizando formas pacíficas y escalaron hasta una guerra civil en curso.
El escenario: regímenes híbridos y la “triple resistencia”
La mayoría de las protestas de la Gen Z con consecuencias significativas —ya sean derrocamientos, impeachment o golpes de Estado— no ocurren en democracias, sino en regímenes que los expertos clasifican como híbridos o que están en tránsito hacia el autoritarismo. En estos escenarios, la fragilidad institucional y la corrupción visible actúan como detonantes tangibles del malestar estructural. Vemos esto tanto en regímenes de alta represión como Irán, Tailandia o Birmania, como en regímenes “híbridos” caracterizadas por alta inestabilidad y corrupción, tales como Perú, Marruecos, Bangladés o Nepal.
En estos contextos, la Gen Z articula lo que se ha denominado la “Triple Resistencia”. Este concepto implica un rechazo simultáneo, primero, a la promesa incumplida del capitalismo que equiparaba estudio con movilidad social y estabilidad económica; segundo, al autoritarismo político y la represión; y tercero, a la corrupción sistémica.
El Edelman Trust Barometer confirma que la Gen Z tiene los niveles más bajos de confianza en las instituciones tradicionales. Esto explica por qué su resistencia es totalizante: no buscan reformar el sistema, sino que sienten que el sistema está diseñado estructuralmente en su contra. El concepto de Democratic Backsliding (retroceso democrático) del Instituto V-Dem explica cómo, en estos regímenes, la corrupción deja de ser un problema administrativo para convertirse en una crisis de legitimidad existencial para los jóvenes. Un claro ejemplo es Perú, donde las protestas recurrentes se agrupan bajo el lema “Que se vayan todos”, reflejando un hartazgo sistémico más allá de un presidente específico.
Del detonante a la escalada: el error de la represión
Generalmente, el detonante de estas protestas está asociado a una decisión gubernamental considerada injusta o a un acontecimiento que causa indignación inmediata, para luego escalar rápidamente hacia las demandas de la “Triple Resistencia”.
Los ejemplos son diversos: en Bangladés, el movimiento inició contra una decisión del Tribunal Supremo sobre cuotas percibida como discriminatoria; en Marruecos, el detonante fue la priorización de estadios para el Mundial 2030 sobre hospitales; en Madagascar, fueron los cortes de agua y electricidad; y en Nepal, el bloqueo de 26 plataformas de redes sociales como intento de censura.
Sin embargo, el foco de las protestas se expande drásticamente debido a la respuesta violenta del gobierno. El creciente descontento público ante un gobierno opresor deriva en nuevas violaciones de derechos humanos, y la inestabilidad política genera presiones económicas insostenibles. Bangladés es el ejemplo perfecto: lo que inició como una protesta estudiantil por cuotas laborales escaló, ante la represión desmedida de Sheikh Hasina, a una exigencia de renuncia que terminó con 15 años de poder.
De manera similar, en Irán, el movimiento “Mujer, Vida, Libertad” (2022-2023) creció a raíz de la muerte de Mahsa Amini por llevar mal puesto el velo. Cuando el régimen respondió disparando a manifestantes en el Kurdistán iraní y Baluchistán, la protesta mutó de un reclamo sobre el código de vestimenta a una exigencia de la caída del Líder Supremo. La lección es clara: la represión elimina el espacio para la negociación política y radicaliza las demandas, convirtiendo agravios sectoriales en causas nacionales de justicia transicional.
La brecha Norte-Sur y la ruptura generacional
Existe una diferencia fundamental entre las motivaciones globales. En el Sur Global, el fracaso de las políticas neoliberales, sumado a modelos de “capitalismo de compadres” y un Estado débil, ha provocado una incapacidad estructural para satisfacer necesidades básicas. Aquí, la juventud experimenta pobreza extrema, violencia política y exclusión, transformando el descontento económico en una confrontación existencial inmediata sobre “cómo sobrevivir y a quién despojar del poder para lograrlo”. El descontento gira en torno a la inseguridad y la corrupción que afectan la vida cotidiana.
En contraste, la Gen Z en el Norte Global, aunque enfrenta precariedad laboral y crisis de vivienda, cuenta con un “colchón” de derechos sociales y libertades civiles que contiene la conflictividad. Allí, la fractura es más cultural y simbólica. Las movilizaciones se enfocan en temas post-materiales o globales, como la crisis climática (Fridays for Future) o la solidaridad con Gaza, en lugar de estallidos de impugnación sistémica masiva.
Esta crisis en el Sur Global ha provocado una ruptura psicológica profunda: la Gen Z rechaza la estrategia de “silencio y resignación” de sus padres. Ven el silencio como una trampa y exigen confrontación. En Kenia (2024), la consigna viral ‘No somos nuestros padres’ rechazó explícitamente la sumisión con la que la generación anterior sobrevivió a la dictadura de Daniel arap Moi. La Gen Z interpreta esa supervivencia como complicidad.
Un fenómeno similar ocurrió en China con la ‘Revolución de los Folios en Blanco’ (2022). Los padres habían aprendido tras Tiananmen (1989) que “si protestas, mueres; si callas, te enriqueces”. Pero cuando la política de “Cero COVID” rompió esa promesa de enriquecimiento, los jóvenes rompieron el pacto de silencio de 30 años, demostrando que el riesgo de la represión es ahora menor que el riesgo de un futuro sin libertad.
La demografía como destino y la paradoja autoritaria
La explosión demográfica juvenil en el Sur Global es el factor crucial ausente en el Norte. El Sur Global tiene una edad media de 25 años (19 en África), creando una concentración de jóvenes en entornos empobrecidos que actúa como factor de inestabilidad. En contraste, las sociedades envejecidas del Norte tienen menor capacidad explosiva.
Según la investigación de Erica Chenoweth (2011), para que una protesta garantice un cambio político, debe involucrar al menos el 3.5% de la población. En el Sur Global, debido a la demografía, esta masa crítica puede alcanzarse rápidamente solo con la movilización juvenil.
Sin embargo, enfrentamos una paradoja moderna. Aunque la Gen Z logra convocar estas cifras récord gracias a la tecnología, se topan con regímenes que han aprendido a inmunizarse contra la presión popular, rompiendo la infalibilidad de la regla de Chenoweth. En Bielorrusia (2020-2021), cientos de miles protestaron tras el fraude electoral, posiblemente tocando el umbral del 3-4%. Sin embargo, Lukashenko resistió gracias a una “represión inteligente” y al apoyo externo de Rusia.
Esto demuestra que, en el siglo XXI, un dictador respaldado por una superpotencia puede resistir incluso si el 3.5% de su pueblo se moviliza. Otro ejemplo es Venezuela, donde el régimen ha logrado disociar la protesta de la gobernabilidad mediante un control militar e institucional hermético. Esta resiliencia autoritaria sugiere que la regla dorada del 3.5% ha encontrado su némesis en la autocracia moderna, capaz de resistir matemáticamente a su propia población cuando cuenta con soporte geopolítico y control digital.
¿Puede México ser considerado parte de esta oleada de protestas de la Gen Z? Continuará…


