Es de noche, la avenida está vacía, el asfalto guarda el ruido cotidiano como un secreto. Las farolas vomitan una luz cansada que hace charcos luminosos y reflejos de ventanas devuelven mi sombra alargada como dolorosa acusación.
Llego a la casa de Droopy, en la 16 oriente, justo enfrente de la rotonda dedicada a la madre. Toco la puerta; el sonido rebota en la entrada y vuelve a mí más pequeño, tan falso. Espero. Toco otra vez, más despacio, como si la paciencia pudiera abrir cerraduras. Nada. En una terraza una maceta se mece sin que nadie la empuje. Pronuncio su nombre, “Droopy” y sigo con la sensación de ser una llave que no encuentra cerradura. Las puertas de Enrique Meléndez, de los Quintanilla, los Benítez, los Eibl, los Parra, retumban como un latido perdido, y las respuestas que espero no llegan; el silencio es ausencia. No hay un solo coche en la calle, ninguna voz, todo se cierra de golpe, como si la ciudad bajara los párpados. Recorro la colonia Humboldt buscando mi infancia. Mis manos, temblorosas de cansancio y de una inquietud vaga, vuelven a golpear una y otra vez. Las puertas no responden, la sombra en la ventana no se aparta, y la ciudad entera se queda conmigo y con mi nombre, pronunciado en vano. Me alejo por calles que ya no quieren recordarme; atrás, las casas siguen mudas, cada una guardando secretos ajenos. Los espacios de mi niñez no son los mismos. La casa de los Ávila Camacho es ahora un instituto y repaso en la memoria los apellidos de antiguos habitantes: Sánchez Taboada, Vélez Pliego, Rivero Pastor, paso frente al Colegio Humboldt, la escuela Motolinía, los baños América, la iglesia de Ocotlán, la fábrica de ceras y veladoras Alarcón, la tlapalería de Quicho Benítez, la ya no existente Reguladora, recuerdo a los Gali, los Abdala, mis amigos De la Torre, Mendieta, Gastelou, Espejel, Carrillo, Arroyo, Morales Ávalos, Betanzos, Kosegarten y la lista sigue y me ahogo de tantas despedidas que no se dieron porque no prevenimos la ausencia, porque el tiempo, como un cepillo de carpintero, fue desbastando la vida dejando sólo virutas. Llego a la casa de mis abuelos paternos convertida en iglesia y, vencido, me siento en la acera a escuchar el murmullo de lo que ya no existe, saco de mis bolsillos un pedazo de esperanza deshilachada y la dejo caer en la atarjea.