4 enero, 2025
2024 será recordado como el año en que la mayoría de los mexicanos decidió acabar con la efímera aventura democrática iniciada en 1997. Lo terrible es que muchos apoyaron esta idea creyendo que lo peor que nos podía pasar era que volviérmos a la época de la “dictadura perfecta” del PRI.
Me temo que no es así. Aunque comparte algunos rasgos con el régimen proto-populista diseñado por Calles y Cárdenas, para varios analistas el tipo de regresión autoritaria que apoyaron las clientelas electorales y buena parte de las clases medias, es muy diferente y mucho más peligroso que el autoritarismo priísta del siglo pasado.
Analistas como Pablo Majluf, señalan que, al menos, hay tres aspectos clave que emparentan como nunca antes, la regresión autoritaria en curso con las experiencias fascistas del siglo pasado: la falta de orden y disciplina interna al interior del actual partido hegemónico; el nuevo rol del sector militar y el crimen organizado en el juego económico y político; y la idea de transformar al Poder Judicial en un “tribunal del pueblo”.
Y es que, pese a haberse producido en contextos muy distintos, la comparación entre el surgimiento del fascismo italiano encabezado por Mussolini y la caída de la frágil República de Weimar en Alemania a manos del partido nacional socialista encabezado por Hitler, revela algunos patrones comunes con el ascenso de Morena al poder y la entronización de la figura de López Obrador en México. Veamos:
En cada uno de estos episodios históricos, la combinación de crisis económicas (pobreza y desigualdad), el descrédito de las élites (corrupción), el arribo de un liderazgo carismático (discurso populista), y la persistencia del capitalismo de “cuates”, facilitó la concentración del poder y el debilitamiento de las jóvenes instituciones democráticas.
Asimismo, la falta de soluciones contundentes a las adversidades sociales permitió el surgimiento de proyectos políticos que prometían salvar a la nación. La imagen carismática del líder “salvador” se reforzó gracias a un discurso que prometía terminar con los vicios de un sistema caduco y llevar a la nación hacia un nuevo amanecer. Es decir, la combinación perfecta para que los decepcionados y los resentidos, buscaran alternativas políticas “radicales”, que les “garantizaran” verdaderas rupturas con el pasado.
Como sabemos, en México la transición democrática a partir del año 2000 no resolvió los problemas derivados del “capitalismo de cuates”, es decir, corrupción, pobreza e inseguridad, generando un caldo de cultivo que terminó favoreciendo el ascenso de Morena y su discurso de transformación radical. A su vez, el desgaste de los partidos tradicionales (PRI y PAN), así como los múltiples escándalos de corrupción y la ineficacia de las autoridades contra el crimen organizado, reforzaron la idea de que las instituciones democráticas eran meros instrumentos de la élite para abusar del poder.
Al igual que en Italia y Alemania de principios del siglo pasado, el liderazgo carismático de corte “mesiánico” de López Obrador logró canalizar el descontento social y movilizar “las consciencias” (propaganda) en busca de los “enemigos” responsables de la opresión al “pueblo”. Y, a partir de un discurso polarizante, se culpó a las élites conservadoras y a la “mafia del poder”, como los enemigos del cambio, creando así una narrativa que dividió a la sociedad entre “defensores del proyecto” y quienes pretendían “mantener sus privilegios”.
Esta estrategia de polarización fue concebida para fortalecer la base militante y justificar la adopción de medidas para acabar con los contrapesos al poder unipersonal del líder. Por eso, al igual que Hitler y Mussolini, López Obrador utilizó los canales democráticos legalmente establecidos para llegar al poder y, una vez ahí, aprovechar su legitimidad para modificar las leyes y abolir derechos democráticos fundamentales. Siempre, apelando al orgullo nacional y presentando las medidas para concentrar el poder, como patrióticas o necesarias para fortalecer la soberanía nacional. Todo ello, paradógicamente, con el apoyo y la complicidad de los grandes capitalistas “compadres” (Macario Schettino).
El desenlace trágico de este patrón histórico ha sido siempre, la erosión y muerte de la democracia y el surgimiento de un régimen autoritario. En América Latina casi siempre ha adoptado la forma de regímenes estatistas (“todo dentro del Estado, nada fuera del Estado y, sobre todo, nada contra el Estado”) de corte populista, tanto de izquierda como de derecha; o bien de francas dictaduras totalitarias tipo Cuba, Bolivia, Nicaragua o Venezuela.
En México, si bien la situación no ha alcanzado los niveles de violencia y represión de los fascismos europeos del siglo XX o de las dictaduras bananeras contemporáneas, el riesgo de pérdida de libertades está más latente que nunca. Sobre todo, insisto, si el régimen actual no logra institucionalizar la alternancia de grupos de Morena en el poder (como ocurría en el viejo PRI), si no acota el poder protagónico (económico y político) de militares y grupos armados, y si no logra impedir que prevalezca la idea tan cercana a la concepción fascista y/o soviética, de que el sistema legal no debe estar al servicio de los principios universales de justicia, sino de los intereses del “Pueblo”.